martes, 19 de noviembre de 2013

A mi fiel amigo Boli

Un día sentí ganas de gritar a los cuatro vientos como es y lo que siento por mi amigo y le dediqué estas líneas que hoy quiero presentaros. Pero si esto es lo que sentía entonces, mis sentimientos hacia él sólo han hecho reafirmarme en lo que dije, comprometiéndome a volver para seguir contando lo que un ser tan diminuto puede aportarnos con su desinteresado cariño. Es posible que Boli sepa que estoy contando algo que le atañe porque aquí está, a mi lado, mirándome mientras yo, torpemente, tecleo

El pequeño Yorkshire


Debajo de unas largas y rutilantes melenas, áureas en su parte anterior y extremidades, y entre gris-plata y negro en el resto del cuerpo, late un corazón que yo imagino no mucho más grande que una alubia de las que producía El Sotillo.

Pequeño en su tamaño, pero como los corazones no se miden por su volumen, sino por su grandeza, el corazón de Boli no guarda relación con su diminuto cuerpo y es inmenso, tierno y mimoso como el de un niño.

Cuando va por el pasillo, delante de mí, yo le adivino unas cortas patitas, ocultas bajo sus largas greñas que parecen tintinear al ritmo de su alegre trotecillo. De repente, hace un alto: se para y me mira. Parece que me dijera: ¡Venga hombre, ánimo, ya te falta poco! Al llegar a la puerta del aseo, espera: quiere saber a dónde voy para, si fuera necesario, dejarme el camino expedito. Él sabe que su amigo tiene dificultades... quiere ayudarme. Yo se lo agradezco y no paro de hablarle y él me corresponde moviendo su alegre y juguetón rabillo y dando giros con su cuerpecillo peludo y suave, cual bolita de algodón.

¿Sabes, Boli? Fuiste el mejor regalo que los Reyes Magos hicieron a los niños. El que yo más he disfrutado.

Cuando me levanto, por la mañana, tú me esperas tumbado a la puerta de mi habitación. No te importa que el suelo esté frío: tú lo aguantas porque me quieres. Acudo a asearme y, como tú sabes que necesito sentarme, allí me esperas y, subiéndote encima de mí, comienzas a lamerme las manos… es tu beso de buenos días.

Me siento a la mesa y allí estás tú, sin pedir nada a cambio. De vez en cuando me das unos ligeros toques con tus patitas para recordarme que estás allí, cerca de mí, para lo que haga falta.

Después me siento en el sofá y, como tú tienes junto a él tu cama, allí te acuestas. De vez en cuando no sé lo que te pasa, pero te levantas, das un salto, te subes encima de mí, me miras, me lames las manos, recordándome que allí sigues estando para que te diga algo, que para eso somos amigos.

Cuando oyes sonar las llaves del coche te vuelves loco de alegría y es que presientes que vamos a salir de casa: tal vez a dar un paseo por el pinar –que es lo que más te gusta-. Nunca sabrás cómo disfruto cuando te veo correr al lado de tu amiga quien, a veces, hace un alto, alto que tú aprovechas para agradecerle su compañía, con tus saltos de alegría y, cuando ella te acoge en sus brazos, tú la das unos besos, tus besos, y de nuevo reanudáis vuestro particular maratón. Yo os contemplo en la distancia, lleno de satisfacción.

Cuando tus amigos, los niños, vienen a casa, en los días en que los “seres humanos” les autorizan, se vuelven locos de alegría contigo y tú con ellos y corréis por el parque y el césped; pero tienes tanta habilidad que nunca consiguen pillarte, hasta que te acuestas con tus patitas para arriba y así les permites que, para su deleite, rasquen tu peluda barriguilla.

Y, cuando voy a acostarme, me acompañas hasta la puerta de mi dormitorio y allí te quedas, me miras y vuelves a tu cama, hasta que, al día siguiente, volverás a esperarme para acompañarme en mis largas jornadas de inválido.

Y ¿sabes, Boli? como tú y yo tenemos mucho tiempo, quizás te vaya contando pequeñas historias que yo viví cuando los de tu clase sólo se alimentaban de despojos y algunos rebojos, pocos, porque nunca sobraban.

Sólo me queda decirte que hay muchos “seres humanos” que no entienden a los de tu especie y dicen que os mueve vuestro instinto. ¡Qué saben ellos!

Frente a estos seres de la creación, que no os entienden, sólo quiero decirte… ¡TE QUIERO, PERRO!

G. Busto García
Camporredondo

Enero de 2.006

domingo, 10 de noviembre de 2013

El esquileo


Cuando los días de entretiempo- primavera- van cediendo su paso a los tórridos del estío, esto es, entre la última decena de Junio y la primera de Julio, se hacía necesario despojar a la oveja de su abrigo, tanto por lo insoportable que hubiera resultado para el animal pasar el verano así de abrigado, como por lo que suponía para la economía familiar la venta de la lana. Economía que se sustentaba sobre tres pilares: la venta del lechazo, la leche –en algunos casos el queso que se elaboraba en la propia casa- y la lana que, en aquel tiempo, (194?) era muy estimada... colchones, prendas de abrigo, etc. (acordaos de los tiempos en que era tan importante su exportación vía Canal de Castilla hacia el Cantábrico y Europa).

Existía otra parte de economía pecuaria, pero que, por su menor incidencia, no he querido incluir entre las principales: la venta del ganado no productivo (las ovejas viejas) que se vendían para carne del puchero (patatas, cocido, guiso, etc.).

Para realizar el esquileo se desplazaban grupos de tres a cinco personas (los esquiladores) más el que llamaban el chico, que no era más que el jovencito que se iniciaba en el arte del esquileo, para lo cual comenzaba pelando los rabos a las ovejas.

Quiero decir -una vez más- a los posibles jóvenes lectores –que es a los que intento dirigir mis desgarbados escritos– que en los años a los que se refiere mi esquileo, eran aquéllos en los que el hambre se paseaba por las calles de los pueblos, sin que nadie le molestara. Que el hambre se paseara por la calle no debería ser preocupante, lo terrible era que se colaba por las muchas rendijas que las puertas y ventanas tenían y no había forma de echarle de casa.

Digo esto para que se entienda lo que a continuación voy a decir: yo creo que el motivo principal por el que cada cuadrilla de esquiladores se dotaba de su rabero –así llamaban al chico– no era otro que el siguiente: el precio que el esquilador recibía era por oveja pelada, más la comida, que corría a cargo del ganadero. ¿Que ocurría con el rabero? Pues que no pelaría ovejas, pero sí se aseguraba la comida ¡había que ingeniárselas!

Y vamos con el dicho: “¡Te estás poniendo como el chico del esquilador!”¿Cuándo se acuñó esta frase? Pues de verdad que lo ignoro, pero me cuelo por el túnel del tiempo y me transporta hasta finales del mes de Junio de 194…y tantos.

Movimiento en el corral: el colgadizo, cobertizo o sotechado –que es lo mismo- vacío y barrido. Las ovejas, encerradas tras las teleras. Sobre un cajón vacío hay dos botellas de aguardiente, una hogaza de pan, un cuchillo y unas onzas de chocolate que, más que chocolate parecía un bloque de arena un poco dulce -el nombre de la marca me lo ahorro, por si acaso aún pervive, aunque lo dudo-. Sobre el casco de un botijo roto está el moreno, que no es otra cosa que el hollín de la fragua del herrero del pueblo que se usa como desinfectante para cuando la tijera del esquilador, además de la lana, coge piel de oveja -doy fe de que era un buen desinfectante-.

Cuando los primeros rayos del sol aparecen por la dehesa -véase por el este- los esquiladores hacen acto de presencia en el corral. La primera operación consiste en colocar el cajón con el “desayuno” en el centro de la escena. De la hogaza se van haciendo rebanadas que cada uno de los intervinientes irá empapando con el aguardiente.

Pampringada y onza de “arena dulce y dura” completa el desayuno del grupo que, después de echar un trago, a peto, para pasar las migas, se entregarán a la noble tarea de desvestir a las hembras, o sea, a las ovejas (también se desnudaba al carnero). Los ayudantes van juntando tres patas, de las cuatro que cada res tiene, y las atan con los mismos atillos que se usan para atar los haces en la siega. Se dejaba una pata delantera suelta, decían, porque al estar el animal tanto tiempo inmovilizado podía inflarse y llegar a resultar peligroso.

El primer manto ya quedó sobre el suelo, el ayudante, que solía ser el pastor, con la escoba ligeramente húmeda rociará la lana ¿para qué? Cada uno podrá sacar sus conclusiones.

Después hará con la lana una bola, que es lo que llamábamos el vellón, y se metería en sacos, bien apretado, para que no perdiera peso.

Sobre las nueve de la mañana vendrían las sopas de ajo, más el huevo frito o el torrezno con los que llegaríamos al mediodía.


La parte más fresca de la casa es el portal y, allí, la jefa coloca la mesa sobre la que se servirá el cocido, con su sopa como primer plato, sus gabrieles con relleno de segundo y la carne de oveja vieja más el chorizo sabadeño y el tocino de tercero. Con esto llegamos al postre que, por ser la fruta del tiempo, es abundante y barata: la cereza.

El frutero sobre el que se presentaba el postre no era, ni más ni menos, que el de cristal heredado de la abuela Martina. La señora de la casa está sorprendida por la rapidez con la que desaparece la fruta y así va sirviendo hasta que por fin parece que los comensales quedaron satisfechos del rojo postre.

Seguidamente continúan pelando ovejas; pero se observa que el rabero, el chico del esquilador, orina con demasiada frecuencia y siempre encuentra disculpa para apartarse del grupo. Discretamente vigilado, pudieron ver que no acudía al rincón, en el corral, del W.C improvisado, sino que parecía acudir al cerezo que debió plantar al mediodía, entre los bolsillos y la amplia camisa, y fructificó por la tarde.

A partir de entonces, cuando uno jalaba demasiado, en casa se decía: ¡Te estás poniendo como el chico del esquilador!

En aquel tiempo (eran otros tiempos) y aquellas fechas, no había día en que no llamara a la puerta algún lanero, interesándose por el producto del esquileo: la lana. Hoy, año 2007, su precio es irrisorio y, afortunadamente, el rabero, el chico del esquilador, no necesita esconderse para ponerse morado comiendo cerezas.

La nota de humor, una vez más, llegó por parte del tío Piluque que, acercándose para ver esquilar, echar un trago de orujo y para hacer más llevadero el dolor de espalda de los esquiladores espetó:

“Oiga usted mozo bizarro/ el de la dama bonita/ para encender mi cigarro/ me da usted su candelita. Contesta el otro fumador: Yo no soy mozo bizarro/ ni el de la dama bonita/ para encender su cigarro/ tenga usted mi candelita”.

Y así pasó un día más en la vida del pastor en ciernes, que no tendrá ningún interés literario, pero que yo he querido contar hoy, que no tenía nada más importante que hacer.

Camporredondo, Junio de 2007


El pastor