miércoles, 24 de abril de 2013

El chozo, el guarda y el queso.

Por ser Semana Santa, hay vacaciones y, por haber vacaciones, son dos los pastores que guían el rebaño: el zagalejo y el rabadán.

Esta primavera el pasto escasea; aún no han llegado las tan esperadas lluvias que harían florecer el campo. La hierba no prospera y los rebaños son muchos. Por más que los pastores cavilen, la hierba no aparece por ninguna parte. Esta mañana salieron de casa sin tener la ruta a seguir decidida, quizás pensaran en aquel pasaje de la Biblia que dice: “sigue que Dios proveerá”.

Pero la mañana avanza y Dios debe estar muy atareado en otros menesteres. Los animales buscan, pero salvo tomillo, cantueso, ramera y poco más, no hay nada que hacer y, ya se sabe, si la oveja no come no tiene materia prima para transformar en leche y sin leche no hay queso y sin queso... ¿para qué seguir?

Pasado el mediodía la situación es casi desesperada, ¿qué hacer? De repente, al menos joven de los dos pastores parece habérsele encendido una luz; no hay más remedio, hay que recurrir a lo prohibido ¡el vedado!

Por El Coletillo, dice al pequeño, tiene que haber buen careo porque allí no entran las ovejas.

Restos del chozo bajo el que, durante varios meses al año, día y noche, un matrimonio
mayor cuidaba de que las piñas no fueran desviadas de su ruta natural. Quizás desde algún
lugar en las estrellas, recuerden el día en que liberaron a dos niños del miedo que los ate-
nazaba. ¡Qué recuerdos!
El problema es que en el chozo está el matrimonio que guarda las piñas y se lo dirán al guarda del pinar. Como la situación es grave, enseguida encuentran justificación a la decisión que ya han tomado; no importa -dicen- porque son muy buenas personas y no nos delatarán.

Con la decisión tomada dirigen el hatajo por la cañada merinera hasta donde creen que está la solución a su problema.

Al poco rato aparece ante sus ojos el montón, en forma de pez, que durante el invierno recogieron los piñeros de Portillo.

Durante el invierno, grupos de hombres (los piñeros, casi todos de Portillo), encontraban su medio de vida en el pinar; unos, en corta, otros, en olivaciones, y había otro grupo, numeroso, que se encargaba de tirar al suelo y recoger el fruto del pino albar (Pinus Pinea): la piña.

Admiración sentía el pastor al ver, durante el invierno, trepar por el pino a los piñeros. Viendo aquel rimero era difícil imaginar que una a una pudiera formarse aquel montón de piñas.

Poco a poco las ovejas iban encontrando mas pasto, y los pastores disfrutaban ¡no se habían equivocado! Allí había hierba verde y tierna.

Se aproximaban al chozo y nadie salía.

Los niños contemplaban el encalado de la parte baja del pez de las piñas (esto lo hacían para comprobar si algún ratero merodeaba por el entorno del montón sin ser visto y, disimuladamente, retiraba alguna piña, que dejara rastro).
Bordeaban el pozo del que sacan el agua para lavar los piñones cuando, en ese momento asomó por la puerta del chozo el marido del matrimonio guardián pero… ¡sorpresa! Tras él, también asomó el guarda forestal que, echando mano a su mochila sacó libreta y lápiz disponiéndose a tomar nota del nombre de los pastores y del número de cabezas que componía el hatajo después.

¡Pobres inocentes! “¿No sabéis que esto está vedado?” Pensábamos que como es cañada...¡Pues os voy a denunciar!”.

No se habían equivocado los pastores al juzgar como buena gente al matrimonio que cuidaba las piñas. Fueron éstos los que acudieron en auxilio de los niños para sacarles del apuro. ¡Pero hombre! Dijeron, ¿no ves el susto que tienen? El guarda forestal que, además, tenía sentimientos, siguió hablando y haciendo el cargo a los pastores... ¿No veis que esto no se debe hacer? Esto está vedado y aunque sé que las ovejas no hacen daño a los pinos, no pueden pastar por aquí, yo lo siento, pero tengo que multaros.

Fue entonces cuando tomó la palabra el “ángel” que primero salió del chozo y dijo: Vais a hacer una cosa... mañana subís un queso a este hombre, que por eso van a dar más leche las ovejas y todos saldréis ganando.

Restos, del pozo del que sacaban el agua para lavar los piñones
Así acabó el día, los pastores saltaban de alegría, y en una casa donde no había queso (año 1953), durante algún tiempo no faltó aquel manjar que era el queso artesano de leche de oveja. Seguramente esto ocurrió porque Dios no estaba tan ocupado, sino que estaba guardando un montón de piñas que durante el invierno habían tirado y recogido del pino los piñeros de Portillo.

Y fue éste el comienzo de una gran amistad.

Sobre la era donde se tendían las piñas volverían los pastores después del verano para recoger los piñones que quedaban semienterrados en el suelo.

Cuando llegaba el mes de mayo o junio, el pez de piñas se convertía en parva y los rayos del sol se encargaban de abrirlas para, después, pasar con la mula y la rastra por encima para que cayeran los piñones, lo mismo que se hacía con la mies y el trillo en la otra era para que cayera el grano. Después, con la criba separaban los piñones y allí mismo con el agua del pozo, cuyos restos vemos en la foto, los lavaban.


Camporredondo, Abril de 2005

sábado, 20 de abril de 2013

¿Progreso?

Cuando decidí contar este episodio en la vida del joven pastor algo se removió en mi interior al ver que,  de todas las cosas que yo podía contar no era capaz de ilustrarlas con fotografías porque era imposible ¡habían desaparecido! Por eso tuve que recurrir a internet, de donde he recopilado las fotos vivas que os ofrezco. Las otras, las actuales, juzgarlas vosotros. El pastor las conoció como lo cuento, sin quitar ni poner. El niño que lo cuenta contempló el campo vivo: con agua, con flores… pero sobre todo con vida… Las liebres abundaban, las perdices se veían en bandos, los topos de ribera (ratas de agua) se comían todo lo que el agricultor sembraba al borde de cauces y arroyos. Y cantaban los jilgueros sobre los chopos del camino de la ermita, y se oía y se veía la oropéndola… y croaban las ranas… y la gente no cogía cangrejos porque estaban hartos… y pezas llamábamos a los peces más grandes…  hasta el canto de los pájaros casi molestaba… en fin posible lector ¿Esto es progreso? Si tú quieres, sigue leyendo.

Los toperos

Un día del mes de septiembre del año 1956, es domingo; pero como la andorga de las ovejas no entiende de días festivos, el joven pastor cuelga de su hombro la alforja con la tortilla, la cubre con la manta, y con la cayada sobre su mano derecha, seguido por sus perros y el rebaño, enfila cañada de Carramambres arriba. Las ovejas beben agua en los bebederos que están a media cuesta, unos metros antes de las primeras bodegas, y sin ninguna prisa siguen por el camino de Los Valles hacia El Canalizo. Al llegar al majuelo que llaman “El Tinto,” el pastor se acerca para coger un racimo de uvas que por ese tiempo están en plena sazón. 

 Al cruzar un campo de remolachas que hay entre el rebaño y el majuelo, se desarrebuja la rabona y emprende veloz carrera en dirección a su perdedero natural: el pinar. El pastor, que lleva en la sangre el ramalazo venatorio, no puede reprimir el impulso de transformar la  cayada en escopeta y con ella apunta a la liebre. Cuando cree tenerla enfilada para el disparo no le queda otra opción que disparar con las cuerdas vocales… ¡pum, pum! Una vez efectuados los dos disparos bajó la cayada (la caña por un momento, así llamaba a la escopeta) y todo volvió a la normalidad. Como no sufrió ni un rasguño, el leporino siguió su carrera, y el pastor arrancó el racimo que fue jalándose a medida que el hatajo se acercaba a  La Senovilla por donde, un poco antes del mediodía, bajó en dirección a la vega, que era la ruta que había establecido, para el careo del rebaño hasta la hora de encerrar.

Cuando, después de lo de la liebre, los nervios del “cazador” iban atemperándose, al asomar por los testerales, un bando de igualones picoteaba sobre un rastrojo de trigo. Aquí el pastor se ahorró los dos cartuchos, limitándose a apuntar con la cayada tal vez esperando que, así como dicen que el diablo cargó una escoba, quizás el diablo, o Dios, uno de los dos hubiera cargado la cayada. ¿Por qué no?

Al asomar hacia la vega, sobre el arroyo de La Requijada, a la altura de las tierras del camino de El Caño, el pastor descubrió que dos hombres y un perro se afanaban por el cauce persiguiendo algo. No necesitaba que nadie le dijera quiénes eran y lo que hacían, porque eran muchas las veces que había guipado, desde su más tierna infancia, las alforjas de los toperos repletas de topos de ribera (ratas de agua). Esta vez la curiosidad hizo que se acercara hasta ellos para ver de cerca la caza del topo. Un saludo de buenos días fue suficiente para entablar una breve conversación sobre el oficio de topero.

Sobre la calidad de la carne de rata de agua el pastor no tenía nada que preguntar porque lo sabía desde que una vez, siendo muy niño, arreaba las ovejas cojas por los alrededores del pueblo: en un cauce próximo a la ermita, el zagalejo descubrió que un topo (rata de agua) se movía por su senda cerca del agua del caz. En esto que la rata se paró, semi-oculta entre el yerbajo, por lo que su pequeña silueta era medianamente visible. El pastorcillo no lo pensó dos veces y cogiendo una peladilla, la lanzó, a machote, en la dirección exacta en que se encontraba la rata que no tuvo tiempo de esquivar el disparo, quedando inmóvil para siempre.

Cogió su trofeo y, todo orgulloso, con él se presentó en casa. La madre no lo pensó dos veces y dijo: “mañana la echo en el cocido”. El hermano Adolfo que oyó esto le dijo a la madre; si se te ocurre echar eso en el cocido, cojo los garbanzos y los tiro al corral. Vista la reacción, dijo la madre; ¿pero tú crees que yo iba a echar el topo al puchero? ¡Ahora mismo la tiro! Esto tranquilizó los ánimos de todos y todo quedó tranquilo hasta que, al día siguiente, llegó la hora de comer. La madre trajo la sopa a la mesa y como ya nadie se acordaba del topo, pues todos se sorprendieron del sabor que tenía. ¡Vaya como está hoy el cocido! exclamaron cada uno de los comensales, es extraordinario el sabor que tiene. Se acabó la sopa y vinieron los gabrieles que tuvieron el mismo éxito. A todo esto la madre callaba y dejaba que comieran tan a gusto el sabroso cocido castellano.

Una vez terminada la comida, la madre, a modo de pregunta, dijo; ¿o sea que el cocido estaba bueno? ¡Como nunca! dijeron los comensales. Entonces entró la cocinera a la despensa y sacó el cuerpo de la rata cocido; esta es la culpable, les dijo. Mostró el cuerpo del roedor tan cocidito y ya nadie protestó. Sí que es verdad que tampoco ninguno fue capaz de comerla, pero fue este un cocido castellano que, si bien no volvió a repetirse, si que dejó un grato recuerdo, tanto, que al cabo de 58 años aún perdura en la memoria de uno de los comensales.

Después del saludo, el pastor se dedicó a observar de qué manera se arreglaban para dar caza al escurridizo roedor: sin más armas que una barra en forma de cayada, para ir pinchando aquí y allá para hacer salir a la rata, un azadón para cavar cuando se metía en la cueva, sus manos y el perro que cogía casi todas, las alforjas de aquellos toperos, que dijeron ser de La Pedraja de Portillo, fueron llenándose de ratas, pues era raro que la que delataba su presencia no pasara a colmar los senos de la alforja. Jamás había visto el joven pastor tanta facilidad para dar caza a un animal tan escurridizo, cogiéndolas con las manos sin ser mordidos.

Un rato estuvo el pastor observando la cacería de la rata, pero como las ovejas exigían su presencia hubo de separarse y seguir su vereda. Cuando por la tarde volvió a encontrarse con los toperos en el mismo arroyo, pero ya cerca de El Olmillo y la ermita, el pastor no pudo por menos que emitir un… ¡joder! ¿Qué es lo que habéis hecho?, pues las alforjas estaban a rebosar. Los cazadores de ratas le explicaron algo que él ya sabía: estos cauces están atestados de topos, le dijeron. Y es que era cierto, pues a lo largo de la pestaña, y en no menos de dos a tres metros, aquello que el agricultor sembraba era pasto de los roedores; les daba igual que fueran cereales, remolacha o patata, de todo comían, así que estaban gordas y saludables. De nada servía al agricultor defender su cosecha a base de cepos.

Bueno, preguntó el pastor; ¿pero qué hacéis con tantos topos? Pues una parte son para el consumo de casa y el resto se venden y representa una buena ayuda para la economía familiar. Tenían una clientela fija,  por lo que todos los domingos debían reponer las despensas de sus clientes que, según le dijeron al pastor, no era gente de bajo nivel económico. La rata de agua era muy apreciada en la cocina.

Bien entrada la tarde los toperos amarraron las alforjas en el soporte de sus respectivas bicicletas, encima de uno de los soportes subió el perro y emprendieron el camino de regreso al hogar en La Pedraja  de Portillo, o eso le dijeron.

REFLEXIÓN
Cuando pasados más de 50 años recorremos los mismos lugares que en aquel tiempo estaban llenos de vida, aunque parte de ésta fuera en forma de ratas de agua, no podemos por menos que pensar; dentro de otros 50 años… ¿Qué otras formas de vida habrán desaparecido? Desde entonces hasta hoy muchos de los cauces han desaparecido, los hemos borrado y seguimos borrando. Por ninguno de los pocos que quedan baja agua, los topos, como aquí llamábamos a las ratas de agua, ya hace rato que desaparecieron. La foto de la izquierda confirma lo que digo. Este era el arroyo de la vega entre El Olmillo y la ermita, en el que nuestros toperos llenaban sus alforjas de ratas de la agua. De aquel arroyo, otrora rebosante de agua y vida, hoy no quedan ni ratas, ni agua, ni arroyo. Aquí, en el pie de la foto, las mujeres de Camporredondo lavaban la ropa de la familia y aquí mismo había una hermosa pradera donde la tendían a secar. ¿Este camino lleva a alguna parte? En el plazo de cinco decenios, de estos cauces y arroyos han desaparecido los peces, las ranas, los cangrejos… (Canastas enteras de ellos se cogían y no se acababan) el carricerillo que criaba en ellos tampoco está, pero… ¡qué estoy diciendo si ya no hay ni arroyo! Otras cinco décadas y… ¿qué podrá contarnos el pastor? ¿Tampoco habrá pastor? ¿Seremos capaces de frenar, pensar y enderezar el rumbo? Al final de este camino está el precipicio. Un ejemplo: en aquel tiempo, (1950…), la vega de Camporredondo (la que se ve al fondo de la foto) se podía regar, y en buena parte se regaba, por inundación, sin más que atajar el arroyo. Hoy, años 2000, si queremos regar hay que buscar el agua a ocho metros de profundidad, y bajando. Si tenemos en cuenta que muy cerca de esta profundidad el terreno es impermeable ¿cuántos decenios nos quedan para poder regar? Y si no se riega… ¿podremos producir alimentos suficientes?

Este terreno seco y polvoriento que nos muestra la foto, en otro tiempo fue  un vado en el que vertían sus aguas el cauce de El Sotillo (nunca se secaba) y el arroyo de El Olmillo, en el  que lavaban la colada las mujeres de Camporredondo. Excepto el carril por donde vadeaban los carros y animales de carga, lo demás eran verdes berreras, plantas acuáticas, peces y numerosísimas ranas que al  atardecer llenaban el ambiente con su croar. En este mismo vado apresó el pastor la rana que le valió comerse las primeras exquisitas ancas.

Después de lo, poco, dicho ¿de verdad creemos que vamos progresando? ¿O nos estamos comiendo el presupuesto para todo el mes antes del día quince? Sinceramente creo que acabaremos recluidos en las cárceles de hormigón que, con el “progreso” vamos construyendo. ¡Qué lástima de manjarrias (colmenillas) que se criaban entre los chopos que jalonaban el borde de este que, en otro tiempo, fue arroyo!

Quisiera dar un paseo por la cañada de la ermita, contemplando el discurrir del agua cristalina del arroyo en un atardecer del mes de mayo, llevando al lado a mi amor y escuchando el canto del jilguero y la oropéndola mezclados con el croar de las ranas, pero…es imposible. Aquello, tristemente, sólo es un recuerdo que guarda  mí memoria.

Camporredondo, Noviembre de 2008


viernes, 12 de abril de 2013

El amor de la madre

"Lo difícil es: hacer lo fácil bien"

El pastor está orgulloso por el fruto recogido con el esfuerzo que, día a día, dedica a su profesión. Cada mañana cuelga de su hombro la alforja con la merienda para la jornada y sobre ella coloca la manta que, por su estatura, casi arrastra por el suelo.

Es éste uno de los años más rentables en la explotación ganadera: el tiempo ha sido favorable, el pasto es suficiente y el precio del lechazo y la leche hacen que el pastor renueve cada día su entusiasmo ante el resultado obtenido por el trabajo bien hecho.

Conseguir una producción casi continuada, en el rebaño, no es tarea fácil, sin embargo este año se está consiguiendo.

No pasa mucho tiempo entre que la oveja dejó de dar leche y el nacimiento del siguiente lechazo. Quizás pudiéramos afirmar que el rebaño ha entrado en explotación intensiva. En todo caso, es el fruto del esfuerzo y la ilusión que el joven pastor dedica a la tarea que tiene encomendada. El “hombre” se da cuenta, e igual que otro profesional, de cualquier rama de la producción, siente el orgullo del éxito.

Hoy, un día de tantos, el pastor salió de casa seguido por el rebaño, y ayudado por sus fieles canes sube por el camino del Cañuelo, hacia las laderas de El Bon, convencido de que allí encontrará pasto suficiente con el que llenar la andorga de sus ovejas. A la angostura, se le suma la dificultad que supone el agua que por el camino corre desde la base de la ladera como consecuencia del otoño e invierno lluviosos, por lo que los perros tienen que emplearse a fondo para mantener al rebaño lejos de las viñas y cereales que, provocadores, se presentan a la vista de las ovejas.

Al llegar a la ladera comienza el careo y el pastor observa que no se ha equivocado, que la mañana será provechosa. Cercano el mediodía, con su rebaño ahíto, el pastor se da cuenta de que alguna oveja está de parto, por lo que decide que aquel terreno, por lo accidentado, no es el más adecuado para la ampliación del hatajo, y cargar con las nuevas ovejas dificultaría el control del rebaño en su salida por el camino.

Saciado el apetito de los animales, la salida no reviste mayor dificultad. El guarda encargado de vigilar posibles daños en los sembrados ha seguido los movimientos del rebaño por lo que al final del camino felicita al pastor.

Al llegar al pago de El Colorado, dos nuevos seres, inestables, luchan por mantenerse en pie para mamar y seguir a su madre.

Sin ninguna prisa, el rebaño sigue pastando en dirección a la cañada de Carramambres.

Con dificultad –aquí caigo, aquí levanto- las nuevas ovejitas también siguen la misma dirección.

Contra la tarde, el hatajo llega al Tieso de la Legua. Los perros, descansados (el día ha sido tranquilo), rastrean de un lado para otro. Las perdices en su ir y venir van dejando estelas que a los perros no les pasa desapercibidas y no paran hasta hacer volar a la patirroja. Justo al borde del camino que une Carramambres con el Hoyo Simón ha crecido una zarzaperruna (atrancaculos) frondosa y en su base una gran cantidad de yerbajo. Al llegar a su altura, el Belmonte, como impulsado por un resorte, se mete debajo sin temor a los pinchos del escaramujo. El pastor sabía que algún bicho había atraído la atención del can... pero cual no sería su sorpresa cuando el perro salió con la liebre entre las mandíbulas, liebre que, con arroz, alubias o patatas, daría buen juego en la cocina.

Ya es la hora de encerrar el ganado para su ordeño, cuando a otro mamón se le ocurre salir a ver lo que pasa por el mundo. Con el tiempo justo para el parto y la primera limpieza que la madre le hace al hijo, el pastor coge a la cría por las patas delanteras y enfila la cañada de Carramambres camino del corral.



La madre no se despega, lamiendo y limpiando continuamente al hijo.

Todo ocurrió unos metros antes de llegar a los bebederos; el Belmonte, perro fuerte y temido por el rebaño, quiso saber como olía el recién nacido y sin más se acercó al caloyo. La madre no pensó que aquel perro era la misma fiera de la que hubiera huido momentos antes sólo con que el perro la hubiera mirado. A la madre, el can podría matarla, pero a su hijo no habría nadie en el mundo capaz de hacerle daño.

Con la boca semidesdentada, abierta, se lanzó a muerte contra la fiera. La oveja acometía pero la lucha era desigual. Fue un momento; el perro hizo presa en la parte alta de la cabeza de la oveja que seguía atacando y haciendo retroceder a aquella fiera que quería hacerle daño a su hijo. El pastor consiguió alejar al perro, y la madre, con la piel de su cabeza que le colgaba sobre los ojos, volvió junto a su hijo sin dejar de observar en la dirección por la que su enemigo desapareció.

A esto le llamamos instinto, entonces… ¿Qué es el amor?

El pastor consiguió que aquella herida cicatrizara y la recién nacida llegó a ser una hermosa oveja de las que, entonces, daba un cuartillo de leche por ordeño.

Después de muchos años, el pastor sigue emocionándose al relatar aquella lección amor... ¿Por qué será? Son hechos que quedan grabados en la mente para no borrarse jamás.

Camporredondo Octubre de 2007

sábado, 6 de abril de 2013

El alcaraván

Hace tiempo que el joven pastor se ha fijado un reto con el alcaraván: el pájaro, con su facilidad para mimetizarse, lucha para que no le descubran ni a él ni a su nido. El pastor, empeñado en que si la zorra no fue capaz de descubrir al alcaraván, él sí que lo conseguirá.

Cuando el hatajo llega a La Navilla (en su parte sur-este), en la zona habitada por el alcaraván, el pastor va recordando cuando con motivo de la fiesta que en primavera celebraban los animales del bosque, mantenían sus competiciones en las que demostraban las habilidades de cada uno. Entre estas competiciones se encontraba la que establecieron el alcaraván y la zorra: cuentan que en una de estas celebraciones, la zorra presumía de cómo con su fino olfato, su oído y su vista no había nada ni nadie que fuera capaz de esconderse tan sutilmente que ella no fuera capaz de encontrarle. Así fue paseando entre todos los asistentes a la fiesta, pavoneándose con su espléndida cola y retando, uno por uno, a todos sus vecinos para ver si alguno aceptaba su desafío.

Herido en su amor propio, el alcaraván, cuya presencia nadie había notado, dio un salto y se colocó en medio del círculo que formaba el festivo grupo. Acepto, dijo el pájaro: delante de todos los habitantes del bosque, yo te reto a que me encuentres después de que me haya escondido.

Ante reto tan interesante se formó una comisión para ver el premio que se otorgaría al ganador del lance: unos decían que, en el caso de que fuera la zorra la ganadora, se la obsequiaría con una corona de laurel y una gallina en pepitoria.

Otros decían que, si ganaba el alcaraván, sería obsequiado con una opípara comida de lagartija con caracoles. Como no se ponían de acuerdo, fue el alcaraván el que zanjó la disputa diciendo: amiga zorra; si tan lista te crees, yo te ofrezco un premio que no podrás rechazar: yo me escondo, y si me encuentras, tu premio será una buena comida de alcaraván gordo y fresco; allí donde me encuentres tú me comerás, pues después de encontrarme yo no podría sobrevivir con la vergüenza de haber sido descubierto.

El jurado se retiró para deliberar y llegaron a la conclusión de que, si ese era el deseo de los contendientes, ellos no tenían nada que decir. Acordaron que una vez que el pájaro se hubiera escondido ellos darían la señal para que se iniciara la competición. Para evitar que la zorra hiciera trampas y viera en qué dirección se escondía el alcaraván, la obligaron a entrar dentro de su zorrera y cubrieron la entrada con ramas de atrancaculos (escaramujo).

El alcaraván se escondió, y la zorra salió de su zorrera pensando ya en el banquete, a base de pájaro ingenuo, que le esperaba, y así se pavoneó moviendo la cola por delante de los asistentes.



Comenzada la búsqueda, la zorra, pues no tenía ninguna prisa, de vez en cuando hacía señas, mofándose del alcaraván, segura de su triunfo. Pero fueron pasando los minutos, y pasaron las horas. De la mañana pasaron a la tarde. La zorra ya no hacía ostentación alguna, sólo se afanaba en rastrear, escuchar, mirar en todas direcciones posibles... se subía encima de los majanos y las pequeñas dunas de arena para otear mejor. Los asistentes se aburrían de esperar y hasta la luz del día ya se desvanecía después de que el sol, tocando su ocaso, apagara su luz gigante. Entonces la zorra, siempre tan astuta y tramposa, pensó: el alcaraván, asustado, ha huido y yo puedo darme por ganadora de la competición. No comeré alcaraván, pero mi astucia quedará intacta. Entonces, fingiendo relamerse como si acabara de darse un banquete gritó ¡ALCARAVÁN COMÍ! Los asistentes no daban crédito a lo que acababan de oír, se miraban unos a otros y se decían ¡pobre alcaraván! Merece que guardemos un día de luto en su memoria… pero, en ese momento, el alcaraván estirando sus largas patas exclamó: ¡A OTRO TONTO PERO NO A MÍ!

La zorra, al oír esto, metió su rabo entre las patas y dicen que, avergonzada, todavía no ha parado de correr.

El pastor seguía pensando en el cuento cuando el pájaro alzó el vuelo delante del rebaño. ¡Ya está! Dijo el pastor, allí está el nido y hoy sí que encontraré los huevos. Vueltas y más vueltas, pero ni el nido, ni los huevos aparecían por ninguna parte. Entonces el pastor, como la zorra, pensó: el alcaraván no estaba en el nido y por eso nunca encontraré los huevos. Así que, abandonando la búsqueda dejó el reto para mejor ocasión, y siguió con el careo del rebaño.

Cuando, por haberse acabado el pasto, el rebaño abandonaba la zona, al retornar por el mismo lugar en el que, inútilmente, buscó el nido, el pastor se agachó para coger una peladilla y lanzarla a una oveja que se desmandaba. Cuál no sería su sorpresa cuando al abrir la mano para coger lo que pudo ser una piedra vio que lo que allí había eran dos huevos, los mismos que un rato antes no pudo encontrar. El pastor respetó el nido y aprendió lo difícil que es descubrir a este maestro del mimetismo.

A partir de aquel momento el pastor comprendió a aquéllos que creen que el alcaraván es, solamente, de costumbres crepusculares o nocturnas, por la dificultad de descubrirlo durante el día, pues si se mantiene pegado al terreno es muy difícil que el ojo humano lo descubra. Cierto es que en el crepúsculo es cuando más se le descubre por su inconfundible canto.

Así que amigo lector, si no vas al frente de un rebaño de ovejas y quieres observar de cerca al alcaraván, disfrázate de pequeño arbusto (el monte no les gusta) y ten paciencia, te lo dice… un pastor.

El mismo pastor de la historia.

Camporredondo, otoño de 2000



jueves, 4 de abril de 2013

La escopeta de un caño


Acontecimientos terribles han dejado tras de sí un país arruinado. El hambre se ha enseñoreado de pueblos y ciudades. Los brazos jóvenes y musculosos, los que deberían sembrar y cosechar el trigo, fueron obligados a cambiar el arado por el máuser y el hocino por la bayoneta, herramientas que en vez de arar los campos para sembrar vida, sembraron odio y muerte, y en vez de segar mies segaron vidas e ilusiones de seres humanos.

Las rejas de los arados, durante tanto tiempo inactivas, se oxidaron y hoy no hay manos lo suficientemente fuertes para sujetar la mancera para que la reja del arado penetre en la tierra preparándola para sembrar pan. Niños que deberían estar formándose en el arte de vivir, son reclamados para cubrir los puestos que los jóvenes dejaron vacantes en el taller, la mina o el campo. ¡Maldita sea la ignorancia que así despreció la vida!

El niño-pastor fue una de estas víctimas de la sinrazón y el odio. Desde que apenas pudieron sostener la cayada (y algunos tuvieron suerte por poseerla) se vieron obligados a trabajar para aportar el sustento al hogar. Fue ésta una profesión que durante bastante (siempre mucho) tiempo después de la catástrofe (provocada catástrofe) desarrollaron los niños. Ellos expiaron las culpas de otros y tuvieron que aprender (el que tuvo suerte), robándole horas al sueño, a juntar las letras para después, algún día, poder leer: a-mooorrr, juuusss-tiii-ciii-a..., clavando su dedo índice sobre cada sílaba.

Y como fue obligado a subsistir en condiciones extremas, pronto aprendió que el conejo, en el monte, cuando corre paralelo a la alambrada de la cerca, tiende a salir a través de ella y pierde el tiempo justo para que los perros le alcancen, pero cuando su carrera es perpendicular, o le derribas de una pedrada (lo que es casi imposible) o salta y jamás los canes le darán alcance. Quizás por eso un día pensó en cómo él podría, además de cuidar su rebaño, traer caza para toda la familia y, sin que nadie lo advirtiera, cogió la escopeta de un caño –con la de dos no podía- y con los dos cartuchos que el mismo cargó con pólvora y perdigones, inició otra nueva actividad, paralela a la de cuidar ovejas.

Durante la contienda la caza estuvo prohibida, por eso, cuando el máuser calló, la caza era muy abundante y el pastor podía elegir la pieza sobre la que disparar, y gracias a esta facilidad, el primer día se presentó en casa con una hermosa liebre, lo que le valió una fuerte reprimenda por haber usado la escopeta a su edad.

A los pocos días se repitió la historia- Esta vez fue un conejo el perjudicado. Y, como más que un problema fue una solución, durante mucho tiempo no faltó la caza en la mesa de la cocina (en aquel tiempo, en el pueblo, no existía el comedor).

Ocurrió un día frío y lluvioso. El pastor fue a guarecerse entre el ramaje de un enebro. A su lado colocó su ya inseparable escopeta de un caño. Cuando el ganado fue alejándose, él quiso incorporarse para seguir al rebaño. Fue entonces cuando al agarrar la escopeta por el cañón, el gatillo quedó trabado en una rama y, con un leve movimiento, se disparó ¡No había puesto el seguro! Afortunadamente la boca del arma estaba más elevada que el pastor y los perdigones se perdieron por el aire. El resultado de lo que pudo ser fatal fue una considerable herida consecuencia del retroceso de la escopeta sobre la pierna, desnuda, del niño-pastor.

Sólo pasados algunos años reveló la verdad de aquel desprendimiento de piel sobre la espinilla de su pierna, pues al principio, dijo, había sido la consecuencia de la caída, sobre una piedra, cuando corría para ponerse al frente del rebaño.

Pasados los años, aquel pastor fue el cazador, de caza menor, más experimentado de todo el contorno. Nunca necesitó más que observar el día para saber dónde estaba encamada la liebre o dónde levantaría el vuelo la perdiz. El campo jamás tuvo secretos para él. Desde niño aprendió a comunicarse con la naturaleza.



Camporredondo, Otoño de 2007