lunes, 28 de octubre de 2013

Un rato con mi hermano

Oye Javier:

Mientras tú estás ahí –tumbadazo- y no sé qué hacer, porque no puedo hablar contigo; ya que un cristal grande que han colocado entre tú y yo me lo impide, ¿sabes lo que he hecho? Pues he pulsado la tecla ON, que te digo que no sé lo que es, pero que ha puesto en marcha una película que comenzamos a rodar hace muchos, muchos años.

En la primera secuencia de la película aparece una habitación grande, muy espaciosa. En ella hay una barra de bar en la que no hay ninguna actividad. Tras ella una puerta que da acceso a plantas superiores. Sobre el centro de la sala, convertida en dormitorio, hay dos camas separadas por una mesilla de noche. En la cama más próxima al balcón hay acostado un niño. Sentado en la cama de al lado, otro niño, más pequeño, tirita de frío. Pero allí se mantiene firme: acompaña a su hermano que está enfermo y, aunque la fiebre no es alta, le hace delirar y parece muy asustado. De repente empieza a removerse en la cama: unos seres extraños se le aparecen y quieren asustarle.

¡Que me cogen! ¡Que me cogen!, grita el niño enfermo, ¡desatadme las piernas!

El niño pequeño mira asustado hacia la puerta del “sobrado”, que es por donde viene el miedo, y grita:

¡Madre, sube, que Javier tiene mucha fiebre!

La madre sube corriendo, toca la frente al enfermo y dice:

No. No tiene mucha fiebre, es que delira. Tú sigue aquí con él que yo tengo mucho trabajo.

Esta escena se repetía siempre que por cualquier circunstancia hiciera aparición la fiebre.

¡Oye! Se está repitiendo la historia. Tú ahí acostado y yo velándote.

Quién lo iba a decir, entre tú y yo, tú siempre has sido el más fuerte. Pero, oye, yo siempre más valiente que tú. Sí, ya sé que no estás de acuerdo, pero es verdad. Si no, a ver ¿qué hago yo aquí ahora? ¡Pues lo mismo que entonces! Sólo que ahora se joden aquellos fantasmas que tanto te asustaban y aquellos seres extraños que te ataban los pies. Y si crees que están, no tienes más que decírmelo, que ya verás que pronto se arrepentirán de hacerlo.

La película avanza y aquellos dos niños del dormitorio aparecen sentados en un pupitre a la puerta de la universidad, -nuestra universidad-. Los dos sostenemos, uno de cada lado, un libro enorme. Este libro creo que era el de consulta del maestro, porque el más gordo que nosotros usamos fue el de Dalmáu Carles Pla (enciclopedia grado medio) y no era tan voluminoso. La foto la conservo aún como recuerdo de nuestro ingreso. Bueno, en realidad el que ingresaba era yo, porque tú llevabas ya tres años de carrera.

La foto me hace recordar lo que nos quería y cuidaba la Pepa, parece que la estoy viendo liarnos la bufanda para que no pasáramos frío ¡Qué valiente era!

¡Oye! ¿Te vas dando cuenta de la memoria que tengo? Pues ya verás, porque esto no es más que el comienzo.

Ahora la película reproduce una escena en la que estáis jugando al fútbol en la plaza. Faltaba poco para las tres de la tarde; patadón que diste a la pelota y esta fue a estrellarse contra un cristal de la ventana de la clase de las chicas. El cristal cayó hecho añicos y apareció el maestro –D. Marcelino-.

¿Quién ha sido? preguntó. Ha sido Javier, alguien dijo, y él te dio una torta. Tú te sentiste humillado y con rabia dijiste:

¡Ya verá cuando venga mi padre! ¡Pobre inocente! No querías aceptar que tu padre casi nunca estaba, aunque en ese momento, como en tantos otros, le necesitabas.

El objetivo de la cámara enfoca bajo el colgadizo de la trasera: unas tablas de cajón de los del tabaco, un serrucho, puntas sacadas de otros cajones, unas tenazas, un martillo y otra vez dos inexpertos carpinteros tratando de hacer un dornajo. Dornajo que nuestra madre nos encargó para echar de comer en él a los marranos. ¡Vaya faena! El serrucho no cortaba, las puntas se doblaban y el dornajo no aparecía por ninguna parte. En esto te apareció el genio, la vena Criado que llevamos dentro y, tablas, martillo, tenazas y puntas fueron a estrellarse contra la pared del corral del vecino.

Por aquel tiempo el maestro, D. Marcelino, os mandaba como deberes a los mayores, que hicierais un diario que después leeríais en clase por la mañana. Bueno, pues no te cortaste un pelo y relataste, con todo detalle, la “tragedia” del dornajo en tu diario del día siguiente. Pero claro, dijiste: “...y como no nos salía lo tiramos contra la pared (...)” Entonces yo, que desde mi más tierna infancia he tenido muy desarrollado el sentido del ridículo (no sé si es bueno o malo), me levanté y dije: ¡D. Marcelino! el que tiró todo contra la pared fue él. Lo cual fue una tontería, porque si bien es cierto que fue así, los dos estábamos implicados. Lo que pasaba es que yo no hacía más que sujetar donde me decías porque yo era muy pequeño.

Otro día nos encargaron que hiciéramos un tabique-pared en el corral y tú no querías hacerlo. Entonces yo, con mi inocencia digo: ¡pues lo hago yo! Nos liamos con él, tú hacías cemento y yo ponía ladrillos y ¿sabes una cosa? Pues que hoy, después de más de sesenta años el tabique–pared sigue intacto, tan firme como el primer día. Aquí, como te conozco, dirás ¡porque vaya cemento que hice! Pero tú sabes que no, que todo es gracias a lo bien que yo puse los ladrillos. Tú más fuerte, pero yo más manitas.

La película, nuestra película, transcurre ahora por el camino de El Caño: un carro con cajón, tirado por una yegua torda que, además, era tuerta, se dirige hacia La Requijada. En el carro dos seres diminutos, un azadón, una pala y un hacha de boca y peto y la ilusión de traer leña para la –hoy desaparecida- cocina económica F. Salgado, tipo Bilbao nº 6.

Como no hay escuela (así se decía), dijo madre: cogéis el carro y os vais a por leña, que ya no hay. Camino adelante llegamos hasta La Requijada, donde nos encontramos con un monstruo en forma de tocón. Rápidamente, cogiste el azadón y la pala y dejaste al descubierto la raíz pivotante, cortando las rastreras según iban apareciendo. Pero al llegar a ésta, que parecía de acero, por más que lo intentabas no había forma de que cediera. Yo poco podría ayudarte, porque no podía ni levantar el hacha. El trabajo era tuyo porque, además de ser el más fuerte, ya tenías doce años.

Ante la imposibilidad de derribar a aquel monstruo con el hacha grande, optamos por buscar una piedra ¡bendita inocencia! Con ella pretendíamos derribar aquella columna anclada al suelo. Como a los impactos de la piedra vibraba la mole, creíamos que rompería. ¡Lo que hace la inocencia! No tengo que recordarte lo que pasó.

En esto, como caído del cielo, apareció Pascual Marinero Medina, el pastor que, por aquel tiempo, estaba en casa. Hombre fuerte donde los hubiera, cogió el hacha, cortó la raíz, sacó el tocón del hoyo y nos lo hizo leña para la lumbre en un momento. Cargamos la leña en el carro y todo ufanos y orgullosos regresamos a casa. ¡Habíamos conseguido leña para el cocido y las patatas!

¿Te acuerdas de todo esto que te estoy contando? Seguro que no. Pero si no fuera por este cristal que nos separa, intentarías llevarme la contraria. Y es que no puedes admitir que tengo mucha mejor memoria que tú.

A ver qué te parece esto: tendrías catorce años y como aquél día no había escuela, yo fui contigo con las ovejas. Tenías que llevar un queso al guarda, quien te esperaba nada más subir Carramambres. Cuando nos acercamos, un perrito blanco que llevaba comenzó a ladrar. Entonces, el guarda, del que no te digo el nombre porque no quiero, le hizo una señal con el dedo sobre los labios para que callara y el perro, sin más, obedeció. A nosotros aquello nos llamó mucho la atención por lo bien enseñado que estaba aquel animal. ¿Qué no te lo crees? Pues fíjate lo que te digo: podría señalarte el sitio exacto con un error de no más de veinte metros. Tú, como nunca has dado importancia a las pequeñas cosas cotidianas, por eso no te acuerdas. El encuentro fue nada más pasar el Tieso Grande al entrar en los primeros pinos negrales que hay a mano izquierda y que, entonces, eran mucho más pequeños, ya sabes que hace más de sesenta años.

Hace sólo unos cuantos días estuve en un sitio que siempre me renueva las imágenes. El lugar es el Tieso Grande o Tieso de la Legua. Las ovejas pastan tranquilamente. Yo, como tantos días, te acompañé para después echarte una mano por sitios más estrechos y difíciles y mientras pastan las ovejas nosotros construíamos trenes de piedra que hasta echaban humo, esa era nuestra ilusión. En esto, una liebre molestada por las ovejas arranca en dirección a las tierras de labrantío. Como aquello no era su perdedero natural, al llegar a la primera cantera -todavía sé la que es-, se bajó y allí se quedó amonada contra la tierra, muy segura ella de que allí estaría a salvo. Lo que no sabía, la liebre, es que La Chica, la hija de La Sevilla, seguía su rastro y, cuando quiso darse cuenta, la perra ya la tenía entre sus afilados dientes. Para que voy a recordarte nuestra alegría ¡que orgullosos llegamos a casa con nuestro trofeo!

No fue lo mismo de alegre otro día que quedamos que yo saldría a esperarte al Arroyo de Los Machos para pasar las ovejas por el camino que une la cañada de la ermita con el sotillo de abajo, pues allí había un gran careo de amapolas -con lo lecheras que son- y pensamos que si carros, animales y personas pasaban por aquel camino, las ovejas también podrían hacerlo. Conscientes de nuestro derecho a usar el camino, no lo dudamos ni un momento, a pesar de que el guarda charlaba animadamente con el señor Teodosio en la huerta de éste. No habían comenzado las ovejas a ingerir las amapolas cuando se acercó el guarda y, libreta y lápiz en ristre, te tomó tus datos y número de cabezas de ganado que llevabas y nos multó, pues no hubo razonamiento posible. ¡Él era la autoridad! y nosotros sólo unos niños que teníamos la obligación de ganarnos el sustento cada día. ¿Qué quién era el guarda? Yo te lo diría, pero es indigno de figurar aquí. Sólo te diré que tenía apodo y no era el tío Piluque.

¡Hay que joderse que vida más puta! Como éramos niños, pues todo el mundo creía tener derecho a abusar de nuestra indefensión.

Para poder pasar toda la película necesitaría muchas horas. Pero no se me permite, pues a esta parte del cristal, donde yo estoy, está llegando mucha gente que son amigos y perturban un poco las imágenes. No obstante quiero repasar aquella escena que ocurrió en los testerales del canalizo. 

Allí, un día, tú de pastor y yo de zagal encontramos un nido de perdiz. Sin decir nada a nadie, con las cerdas de la cola de la yegua hicimos una percha, la colocamos y como nuestra experiencia era escasa, la perdiz siempre que nos acercábamos salía triunfante. Pero un día, por la mañana, volvimos a pasar y la escena volvió a repetirse. Colocamos de nuevo la percha y por la tarde me dijiste: Acércate a ver si está.

Al acercarme el animal quiso repetir anteriores escenas pero esta vez quedó atrapada en la percha y, para qué quiero contar lo que fue nuestra alegría ¡lo habíamos conseguido!

Cuando llegamos a casa tú solo relatabas las tonterías que yo diría cuando cazamos la perdiz, entonces yo, herido en mi amor propio -pues todos se reían a mi costa- también quise que supieran tu reacción y acabamos enfadados ¿no te acuerdas verdad? Pues fue así, y no te digo las cosas o aspavientos que hacíamos porque no me da la gana ¿te enteras?

Bueno, fuerzas mayores que tú debes saber, hacen que pare aquí la proyección, quizás algún día siga porque la película de nuestra vida es de larga duración y aún queda carrete. Ya sólo voy a pasar un par de actos porque me cuesta parar la proyección.

Hubo un día, otro de tantos que yo iba de zagal, y por la mañana estuvimos por el bosque hasta eso de las once de la mañana. Como no había careo –no había más que tomillo, ramera y poco más- se te encendió una luz y dijiste: Vámonos por la cañada hasta el coletillo, que allí hay mucha hierba. Y, sin pensarlo más, para allá nos encaminamos.

Por aquel tiempo había un enorme pez de piñas al final de la nava de abajo y, para guardarlo, estaba un matrimonio que, dentro de un chozo habilitado como residencia, pasaban día y noche. Esto lo sabía todo el mundo y nosotros también. Pero lo que no sabíamos es que dentro de la cabaña, ese día, también estaba el guarda del pinar. Cuando nos acercamos y le vimos salir se nos heló la sangre. Y es que aquello estaba vedado. Escribió la multa, pero gracias a la mediación del guarda de las piñas todo se arregló con un queso pero, el susto primero no nos lo quitó nadie. ¡Pobres criaturas!

Y ya como final, -porque es que no te cansas-, quiero referirme a aquella vez, seguro que de esto sí que te acuerdas, en que nos quedamos con dos palmos de narices. Por entonces ya estábamos más creciditos y, aunque no teníamos novia, pues ya nos gustaban las chicas. En casa teníamos dos hatajos de ovejas, uno lo dirigías tú y el otro yo. Era domingo y, como siempre, porque comieran un poco más las ovejas nos retrasamos más de la cuenta y a toda prisa apacentamos, nos cambiamos de ropa y enfilamos calle abajo para ver si podíamos echar un bailecillo en el salón o, por lo menos, ver a las chicas. Pero sí, sí. Quizás nuestras ovejas, aquel día, dieran un poco más leche que de costumbre, pero el baile tuvimos que dejarlo para otro domingo pues, cuando llegábamos al principio de la iglesia, antes de llegar a la Calle del Humilladero, el baile terminó y a nosotros, supongo que un poco desilusionados, no nos quedó otro remedio que dar media vuelta y volvernos a casa ¡Viva la juventud!

He cortado nuestra película Javier, ahora estoy en la iglesia, esperándote. Un grupo de hombres, fuertes como robles, te ayudan a llegar hasta el altar ¿es que tú no puedes? Pasan a mi lado y ya no puedo verte. Por si era poco el cristal que hasta hace un rato nos separaba, ahora te han cubierto con una capa que me impide verte. A partir de hoy tendré que imaginarte pasando por delante de mi ventana, de la casa donde nacimos y crecimos juntos. Si vieras Javier, la iglesia está llena a rebosar y es que la gente te quería. Tú querías jugar a ser duro pero tu corazón te lo impedía.

El cura comienza a prepararnos tu despedida y me deja un poco preocupado, ha hablado de problemas de salud que venían aquejándote ¿qué era lo que te pasaba? ¿Había algo anterior que yo no supiera? ¿Quizás he entendido mal? Yo siempre te veía fuerte, me parecías casi eterno.

Me he quedado muy triste después de oír, al cura, constantemente apelar a la tristeza de tu esposa, tus hijas y tus nietas por haberte perdido y es que es totalmente cierto. Pero ¿y tus hermanos, Javier?, ¿es que tus hermanos, los dos que quedan, no están tristes? ¿Desde cuándo el haber mamado de los mismos pechos dejó de ser importante? Algunas veces te escuché decir: “mi familia son mi mujer, mis hijas y mis nietas”. ¿Por qué tenías necesidad de decirlo? Pues yo voy a contestar por ti: era porque dentro de ti, -en esos momentos difíciles que como todo ser humano hemos tenido- algo dolía y eran tus raíces que estaban entrelazadas a las de tus hermanos. Por eso quiero decirle enérgicamente, al cura, que un hermano no puede quedar encuadrado como “resto de la familia”.

Verás cómo lo entiendes enseguida. Para tus nietas se ha ido al cielo su abuelo, para tus hijas su padre, para tu esposa su marido y para mí se ha ido al cielo mi hermano. ¿Te das cuenta de que no importa el nombre? Y cuando el mundo se acabe, tú y yo seguiremos siendo hermanos y no “el resto de la familia”.

Ha seguido la ceremonia de despedida y el oficiante ha dicho: “daos fraternalmente la paz”. Sólo ha habido a uno al que nadie se la daba, por eso he empujado mi silla de ruedas y me he acercado hasta donde tú estabas y con un beso, sobre la superficie fría y dura que envuelve tu cuerpo, he deseado que la paz sea con mi hermano, tú, hasta la consumación de los siglos.

Como tantas veces te acompañé por el camino de la Carabina, esta vez también quise hacerlo. Sólo que, a diferencia de cuando íbamos con las ovejas, esta vez no quisiste volver y allí te has quedado esperando a tu HERMANO ... Gaude.




viernes, 18 de octubre de 2013

El color de la sangre

Vientos de miseria recorren la Península Ibérica de norte a sur y de naciente a poniente. El siglo XIX no se caracterizó por su abundancia en bienes materiales. 

Comareba; pueblo del norte de esta España de nuestros amores, es uno más de los pueblos donde falta mucho para tener poco. El joven Marcelino cada día sale a la puerta de la casa del pueblo con el ánimo de otear en todas las posibles direcciones a tomar en busca de un porvenir que allí no se le ofrece. Aquella tarde, el joven dirigió su mirada hacia el sur y, quizás atraído por la creencia de que en aquella dirección hay mejor clima, tomó su decisión. 

A la mañana siguiente, Marcelino aparejó la mula y, sin más que unos utensilios de cocina (nunca se sabe lo que se puede necesitar) y un ligerísimo ajuar (no había más), subió a su lomo y emprendió viaje rumbo sur, sin saber dónde parar. 

Tal vez aquel día, cuando arribó a El Sotillo, el sol tocara su ocaso, o quizás sintió la necesidad de reponer las fuerzas perdidas en su largo viaje. El caso es que aquí se apeó de su cabalgadura para no volver a subir nunca más; como no fuera con la yunta para comenzar su vida de agricultor, pues allí comenzó su larga y fructífera carrera de agricultura en la que se doctoró, cum laude. 

Marcelino comenzó como jornalero del campo, pero sus valores y dotes personales no pasaban desapercibidos. Pronto, el amor llamó a su puerta, conquistó el corazón de una joven del lugar y fijó su raíz pivotante en el feraz suelo de El Sotillo. De aquella raíz fueron brotando otras hasta formar un árbol frondoso, poblado de ramas cuya sombra cubre hoy todo el pueblo. 

El árbol que Marcelino plantó era fuerte, recio… el campo estaba bien cultivado, sus semillas se propagaron con mucha rapidez y el espacio fue quedándose pequeño. 

II 

Altagracia fue la mayor de la amplia familia. Desde su más tierna infancia tuvo que ganarse el sustento suyo y el de sus hermanos menores. Los días en los que su colaboración en las tareas agrícolas no se hacía imprescindible, acudía a la escuela. Allí aprendió las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Con eso ya era suficiente para abrirse camino en la vida. 

Altagracia manejaba todas las herramientas agrícolas… la binadera, también el azadón, y la hoz, y acarreaba la mies, la trillaba y manejaba la máquina aventadora y llenaba los costales de grano para subirlos al desván de la casa. Así, cumplió 14 años. 

Pero la familia seguía creciendo ¡había que abrir el campo! Y Altagracia fue enviada a la academia para licenciarse en el único título al que podía acceder la mujer rural en aquel tiempo: ¡Sus labores! Y aprendió el corte y confección ¿cuál si no? El título conseguido hubiera servido si en el entorno de Altagracia hubiera habido medios suficientes como para acudir a la modista (en ello se doctoró), pero no era posible. Los años pasan, en el campo castellano los milagros no existen, las necesidades crecen y las soluciones no llegan. Tal vez el espíritu aventurero de su bisabuelo, la empuja a emprender nuevas aventuras y, ayudada por su familia, un día subió al tren para abrirse camino en la gran ciudad. 

III 

Los periódicos de la capital recogen en titulares el nombre de una familia ilustre: Don Santiago del Pino y del Olmo, marqués de las quince Sicilias, señor de no sé cuántas casas nobles y descendiente del rey Fernando I de León. 

Hasta esta casa llegó Altagracia recomendada por los selectos contactos que la aristocrática familia tiene (hasta esta casa no puede llegar cualquiera). Altagracia reunía todo lo que una familia ilustre podía desear: era elegante, tenía toda la frescura del campo castellano, era guapísima, sabía cocinar y, por si fuera poco, era modista de primera línea. Altagracia era una joya, era digna de un trono… quizás le faltara la sangre real. 

Los años transcurren, la sirvienta ya es como una más de la familia, los “señores” así la consideran pero… es plebeya. Hay que mantener, siempre, cierta distancia con el vulgo. Tal vez podría, erróneamente, ilusionarse y olvidar sus orígenes. Cada uno tiene su lugar en la sociedad y éste no puede ser el mismo para los señores y la servidumbre. Ella siempre sería Altagracia –chica de pueblo- y su nombre nunca podría relacionarse con los llamados a pertenecer a la selecta “alta sociedad”. 

IV 

La naturaleza no entiende de colores en la sangre. Ella marca los tiempos y el ser humano jamás pudo hacer nada contra sus normas. 

Altagracia es una “princesita” cuya belleza no pasa desapercibida. A ella la naturaleza le dotó de todas las gracias que una reina debería reunir. Y como las reinas, -que también se enamoran- se enamoró, y su amor fue, no sé si correspondido o… el capricho de un descendiente de “sangre real”. Los jóvenes disfrutaron las delicias del amor sin pensar que por sus venas corría sangre, según las normas establecidas en aquel tiempo, de distinto color. Fruto de aquella relación, Altagracia quedó embarazada. ¡Qué deshonor: joven, bonita, soltera, sirviente y embarazada! 


La alarma cundió entre la aristocrática familia y buscó solución a su grave problema: como una familia de alto rango no puede estar sin su confesor privado (todas las familias reales deberían tener su confesor particular y director espiritual), en las manos de este extraordinario ser dejaron lo que debería ser el futuro del fruto de aquel pecado que, “solamente” Altagracia, una chica de pueblo, había cometido. 

Y el director espiritual decidió que lo mejor era no “manchar” el buen nombre de aquella familia, sobre el que una chica, plebeya, vino a echar un borrón. 

Altagracia fue internada en un convento para continuar adelante con su pecado. Nadie tenía que enterarse de la desgracia que sobre la familia había caído; por la mala inclinación de una “descarriada jovenzuela”. 

Y llegado el día, de lo que debería de haber sido un feliz alumbramiento, nació, con la única compañía de su madre, un encantador angelito… sin padre. Eso debería ser un secreto que jamás debería ser desvelado por nadie ¡qué humillación para el buen nombre de una familia descendiente de reyes! Así, las primeras semanas madre e hijo las pasaron en el internado. 

Quizás la proximidad al lugar del pecado aconsejó el alejamiento de la pecadora, y Altagracia y su fruto volvieron a El Sotillo, lugar en el que faltaban medios materiales, pero había más calor que allá en los fríos muros de conventos y castillos. En El Sotillo había amor a raudales. 

VI 

La niña bonita e inocente que marchó en busca una vida mejor quedó encerrada entre los helados muros de los claustros aristocráticos. La que volvió a El Sotillo fue una joven madre, curtida por las batallas crueles que se libran a diario entre las frías paredes de los falsos hogares de la ciudad. Hasta El Sotillo volvió una leona castellana con un único objetivo: el fruto de su “equivocado” amor nunca sería príncipe azul, pero gozaría de todos los privilegios que pueda gozar un príncipe, y del amor puro y simple que no entiende de títulos nobiliarios. 

Altagracia fijó su residencia en una ciudad próxima. Allí, en una habitación con derecho a cocina, instaló su taller de costura y, con una vieja máquina que su madre le regaló, comenzó su nueva profesión como modista, pero, sobre todo, como madre única y responsable del fruto de su amor. 

Pronto el trabajo de Altagracia comenzó a destacar entre la más selecta sociedad urbana. Ella no descansaba con tal de que su hijo disfrutara de todo lo que pudiera disfrutarse en el tiempo en el que le tocó vivir, además de no privarle del cariño y atenciones que un niño necesita. Altagracia jamás tuvo horario de trabajo. Sólo el agotamiento le llevaba a dejar su tarea diaria. La concentración que su trabajo requería iba haciendo mella en su, otrora, arrolladora fuerza física. Los dolores de cabeza hicieron aparición y fue necesario recurrir a analgésicos que consiguieran mitigar su malestar. Cada mañana, con el desayuno se hacía imprescindible una primera dosis de medicina con la que iniciar el día. 

Entretanto, en la gran ciudad, un “aristócrata” se prepara para estar a la altura que su estatus exige. Conseguirá doctorarse en todo aquello que más interese al rango familiar que ostenta y seguirá apareciendo en revistas y fotos de familia en las que cada uno alzará los títulos conseguidos. Pero en sus fotos jamás podrá rellenar el hueco en blanco que ya siempre aparecerá. 

VII 

Sólo cuando Altagracia había cumplido con su deber de madre, el amor volvió a llamar a su puerta, pero quizás fuerzas superiores decidieron que ya era tarde para volver a empezar y, cuando aún era joven, la llama que día y noche permaneció encendida no pudo resistir más y, silenciosamente, sin ninguna queja, como había sido su vida, se apagó. 

VIII 

Una simple nota en la prensa se encargó de difundir la noticia, pero fue suficiente para que el cuerpo sin vida de Altagracia fuera velado por todas las gentes buenas que tuvieron la suerte de conocerla. 

El féretro de Altagracia fue cubierto de rosas inmaculadas, rosas de los campos de su Castilla para una reina sin trono, pero por cuyas venas, aunque nunca lo publicara la prensa, corría sangre real. 

Altagracia transformó las lanzas que sus antepasados usaran en largas contiendas durante la Reconquista, en agujas enhebradas con hilos de seda. Con ellas, creó vida. 

No sé si algún día los descendientes del rey Fernando I recogerán las lanzas que, quizás, sus antepasados les dejen como testigos de sus grandes gestas, con el mismo orgullo que el hijo de Altagracia recoge las agujas, todavía enhebradas, que su madre guardaba, quién sabe si porque quizás algún día a su hijo, descendiente de los Infantes de Lara, nietos de Ramiro II, le hicieran falta. 

Y, por si alguien algún día leyera este sentido homenaje a Altagracia, sólo me queda una pregunta: si ante sus ancestros llegara este escrito, ¿quién se sentiría más orgulloso: Fernando I o Ramiro II? 

Orgulloso se siente… El Sotillo.
Gaudencio Busto García










viernes, 11 de octubre de 2013

El café de los pobres: la achicoria


Antes de comenzar permitidme tener un recuerdo entrañable de los tostaderos (así llamábamos a las fábricas que tostaban y empaquetaban la achicoria) que hubo en Santiago del Arroyo, Viloria, Cuéllar, Íscar (Cabrejas-Ballesteros-Muñoz), Pedrajas de San Esteban… y perdón por los que no me acuerdo. Sólo pretendo dejar constancia de la importancia que en esta zona de Castilla tuvo esta planta. Muchos paquetes se despacharon en la tienda de ultramarinos de mis padres con el nombre de La Huerta, La Niña, La Noria… y quizás algunas más, hace ya algunos años.
  


En un capítulo anterior decíamos que el agricultor castellano lo primero que hace, siempre, cuando por la mañana abre la puerta, es mirar al cielo. Con esta aseveración no decimos más que la mitad de la verdad porque, por la noche, antes de acostarse, también necesita saber si esa noche lloverá -con lo cual quizás se le vengan abajo los planes para el día siguiente-  o por el contrario esa noche la helada arruinará el esfuerzo de todo el año. Miguel Delibes –escritor que se acercó al campo para conocerlo y escribir sobre él- nos dice en uno de sus libros: “el cielo de Castilla es tan alto porque el agricultor castellano lo empuja de tanto mirarlo”.


Pero hubo un tiempo en el que una planta estaba a salvo de las gélidas temperaturas que, entonces, se daban en la amplia y siempre dura meseta castellana: la achicoria.

La achicoria, el café de los que no podían tomar café -porque era un lujo que no podían permitirse-, tenía la facultad de resistir las heladas. Así, a la productividad, se le sumaba esta ventaja que no era poca. Y ahí acababan todas, porque, el resto, todo eran inconvenientes para el cultivador.

Hasta que llegaron las máquinas más primitivas de siembra a cordoncillo, la achicoria cada uno la sembraba como podía: unos a dedo y paciencia, otros practicando unos pequeños agujeros en un bote con el que se arreglaban para sembrarla. Respecto a este sistema de siembra con bote (que el pastor no llegó a practicar y según nos cuenta Mauro Núñez (1913-2009), había agricultores que se habían especializado tanto que eran requeridos por otros -a la hora de sembrar la achicoria- a cambio de su posterior ayuda en otras tareas y, en ocasiones, también a sueldo.


Con el sistema de siembra “a manta” que era el nombre que se daba, no había, en el futuro, otra solución que, cuando salía la hierba, quitarla con la binadera y a mano. O sea que ¿labores posteriores? muchas y pesadas. Por si fuera poco el trabajo invertido en su cultivo, llegada la hora, la recolección quizás fuera lo más penoso: pico o azadón y a cavar la tierra a hecho. Según se iba cavando se echaban en montones y allí, sentadas sobre el suelo casi siempre húmedo (a veces encharcado) y siempre frío, se sentaban las mujeres y, muchas veces, también los niños, y con cuchillo o navaja, una por una, se iban cortando las hojas a la planta. Después comenzaron a sembrarse  a cordoncillo, con máquina, y la tarea se fue simplificando: se descoronaban (se quitaban las hojas) con la binadera afilada, en lugar de con navaja o cuchillo (algún día volveremos sobre ese tema).


A estas alturas de la entrada, el lector se preguntará: ¿Qué tiene que ver esto con el pastor y las ovejas? Pues vamos a intentar relacionarlo: si aún no hubiera sido suficiente con las penalidades sufridas por el agricultor para cultivar la achicoria, quedaba la última parte que podía ser, y de hecho era muchas veces, la más frustrante. Cuando el montón estaba preparado para transportar el fruto de su trabajo hasta el secadero de Santiago del Arroyo, Viloria de El Henar, Íscar, Pedrajas de San Esteban, Cuéllar…etc. pues resulta que no había salida (venta) para el café de los pobres y las achicorias se iban consumiendo en eriales y cañadas. Tanto esfuerzo ¿para qué?

Avanzada ya la primavera y perdida la esperanza de su venta, el agricultor intentaba -y a veces conseguía-, que el ganadero le diera un dinerillo, “a ojo de buen cubero”, por aquel montón de achicorias que tenía en la cañada.

Es posible que el excedente sólo fuera una parte de la cosecha, con lo cual la achicoria suponía un suplemento sobre el pasto diario. Pero... este año no es así, este año quizás la cosecha de café fue extraordinaria y llegó algún barco más -cargado con el producto de ultramar- que arruinó la cosecha de achicoria. Hay montones por todas partes y a las ovejas les apetece este amargo pasto. Por si no era suficiente, la primavera fue escasa en lluvias, así que la ración de pasto diario se compone en gran parte de achicoria que, por si fuera poco, es muy lechera. Así que, aparentemente, “no hay mal que por bien no venga”, el agricultor al borde de la desesperación y el pastor tan -de momento- feliz y contento.

El herradón responde. Alejandrino Sanz, maestro quesero que desde San Miguel del Arroyo recoge la leche por los pueblos del contorno, también agradece que la cantidad de líquido blanco, grasiento y espumoso sea abundante pero… ¡aquí llegó el pero! A los pocos días de que las ovejas comenzaran a comer achicoria llegaron las primeras quejas del consumidor: el queso tiene un sabor que no se puede tolerar. Se hacen averiguaciones. El lechero pregunta, nadie tiene la repuesta y la solución no es otra que dejar de hacer queso porque no se vende. Pero bueno, pregunta el pastor ¿Qué sabor tiene el queso? ¡El queso tira a amargo! ¡Zas! Llegó el mazazo definitivo ¡las achicorias!

Efectivamente, las ovejas  dejaron de comer achicoria y las aguas volvieron a su cauce. Las achicorias se secaron por cañadas y eriales y… “¿al perro flaco todo se le vuelven pulgas? Sí, efectivamente el hombre de campo parece que, en todo tiempo, sólo hubiera nacido para sacrificarse. El agricultor podía recuperar un poco de su inversión y el ganadero obtener pasto barato pero no, tampoco estaba a su alcance; en aquel tiempo pues… como en aquel tiempo y ¿ahora…? La cadena siempre rompe por el eslabón más débil. Esperemos que haya cielo y este sea justo.

Camporredondo, 27 de diciembre de 2009

El pastor.

No quiero, ni debo, terminar sin dejar constancia de una ensalada, ¡magnífica ensalada! que eran los tallos de la achicoria. Me explico: cuando se recogían las achicorias en el pueblo, se almacenaban en grandes montones a espera de ser transportadas hasta el secadero. Pasados unos días y con el calor que generaban al estar amontonadas brotaban, blancas y tiernas, hojas nuevas. Entonces, lo que había que hacer era quitar las capas superiores y enseguida asomaban los tallos tiernos, blancos y con sabor amarguillo que eran una delicia. Hoy hay algo que parece recordar un poco a aquello que os digo (las endivias) pero podéis creerme, es comparar el pata negra con el llamado jamón cocido.

Teníamos muchas privaciones pero también teníamos algunos lujos que hoy no son posibles.