miércoles, 21 de diciembre de 2016

Feliz 2017


Desde nuestros más entrañables recuerdos a una cultura que se nos fue:

Feliz salida y entrada de año.



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lunes, 19 de diciembre de 2016

Grajeta

Un día -supongo que añorando mis lejanos tiempos de alforja, manta, cayada y juventud- se me ocurrió darme un paseo virtual por la cañada del Camino de Portillo hasta llegar al pinar El bosque que tantas veces recorriera al frente de mi hatajo de ovejas.

Porque el señor alzhéimer -creo- aún me respeta, me pareció que acerté en lo que quería decir y dije. Lo titulé “Un día con el pastor y su hatajo” y lo escrito publiqué en “La pizarra de Gaude”.

Dada por concluida la primera parte, me di cuenta de que la segunda llamaba con urgencia a mi teclado y no pude resistirme a su llamada. ¿Por qué me animé a hacerlo? Pues porque al terminar la primera vi que lo que allí decía -comparándolo con lo que después podía observar al cabo de unos decenios- parecía fruto de mi imaginación. En la segunda parte me di cuenta de lo mucho que había desaparecido en el recorrido de la primera. Contaba la cantidad de aves que ya no podía observar. Por tomar una referencia, me remito a cuando hablando con mi joven interlocutor yo le pregunté por las avutardas. La contestación sonó como un mazazo en la mente del que ama el campo. Él me dijo: “yo no conocí las avutardas en todo el contorno”.

En la primera parte de mi “Día con el pastor y su hatajo”, también hablé de las grajuelas. Decía, cómo, al primer golpe de badajo de las campanas de la torre de mi pueblo, una nube negra cubría el cielo; tal era la cantidad de grajuelas, grajillas o grajetas que se ponían en movimiento. En la segunda parte de “Un día con el pastor y su atajo” las grajuelas ya tampoco molestaban con su ensordecedor graznido (quiá…): habían desaparecido de la torre y de todo su contorno.

Hoy, siguiendo el programa Es el campo de Es Radio CYL escucho que en el Dialecto agrario van a tratar de la palabra grajeta. Conecto la radio y allí está. ¿Conoces –pregunta el presentador al entrevistado- la palabra grajeta? El joven agricultor –me le imagino estupefacto- contestó: no, no sé lo que es. El joven agricultor ni siquiera ha oído la palabra grajeta. Una vez más pregunto: ¿somos conscientes de lo que estamos haciendo?

Más hete aquí que sigo escuchando y el “experto” –que parece conocerlo a fondo- lo relaciona con la grajeta o grajilla de “Los Santos Inocentes" de Miguel Delibes y nos dice que es la milana que Azarías cuida con tanto cariño: no tiene otra referencia. Pero mejor tecleo una parte de lo que escuché:

(…) La famosa grajeta de Paco rabal, la que llevaba Paco Rabal sobre el hombro, era un pollo de grajeta que Miguel Delibes hijo, el hijo de Miguel Delibes y un amigo, rescataron un día (esto me lo han contado los hijos) del suelo, estaba en el suelo caído en Villacastín provincia de Segovia y al final la pobre grajeta acabó mal, se la acabó comiendo un gato, allí, en Sedano. Esta es la grajeta que Delibes tomó como referencia para su libro “Los santos inocentes”.

Ya sabéis que, a veces, digo que es imposible ser experto en aquello que se desconoce. Bien. Aquí tenemos una muestra más que confirma lo que digo: ¿cómo es posible que habiendo leído “La grajilla” de Miguel Delibes, necesitemos que sus hijos nos digan dónde -en qué lugar- recogieron a la grajilla en carnutas? Según el experto, los hijos del escritor le dijeron que fue recogida del suelo en Villacastín. Ni entro ni salgo en lo afirmado; me limito a insertar “La grajilla” de Miguel Delibes y que cada uno saque sus conclusiones. Ahí va.

Cuento breve recomendado: “La grajilla”, de Miguel Delibes


Miguel Delibes

A mis lectores:

Habrán observado que los pájaros, bestezuelas por las que siento una especial predilección, se erigen a menudo en personajes de mis libros. Diario de un cazador está lleno de perdices, codornices, patos, tórtolas y palomas. Viejas historias de Castilla la Vieja, de avutardas, grajos y abejarucos. El gran duque es pieza esencial en El camino, como la picaza lo es de La Hoja Roja. Las águilas, los cernícalos y los camachuelos forman el entorno del pequeño Nini en Las ratas… finalmente, en El disputado voto del señor Cayo y Los santos inocentes, intervienen tres pájaros que juegan papeles fundamentales: el cuco y las grajillas en la primera, y éstas y el cárabo en la segunda. De los tres me he servido para componer el libro Tres pájaros de cuenta, no un libro de cuentos ni de historias inventadas, sino un libro de historias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellos pájaros verdaderos protagonistas.

Miguel Delibes

LA GRAJILLA
(cuento)
Miguel Delibes (España, 1920-2010)

Al llamar a la grajilla, al cuco y al cárabo pájaros de cuenta no quiero decir que sean malos. No hay pájaros buenos ni malos. Las aves actúan por instinto, obedecen a las leyes naturales, aunque, a los ojos de los hombres, algunas de sus acciones puedan parecer buenas y otras reprobables. Por ejemplo, el comportamiento de los tres protagonistas de este libro ofrece aspectos positivos y negativos. La grajilla, pongo por caso, roba la fruta de los árboles, especialmente de ciruelos y cerezos, pero, al mismo tiempo, nos libra de insectos perjudiciales y de carroña. El cuco, en la época de cría, deposita sus huevos en los nidos de otros pájaros más pequeños que él para que se los empollen, pero, en compensación, destruye orugas y arañas peligrosas para el hombre. Finalmente, el cárabo puede eliminar algún pinzón que otro, o cualquier otro pajarito que le molesta o le apetece, pero, a cambio, limpia el campo de ratas, ratones, topillos y otros roedores perjudiciales.

A los tres les conocí siendo niño -aunque al cuco, que es un pájaro encubridizo, sólo de oídas-, cuando mi padre, que era un hombre maduro, serio y circunspecto, se volvía niño también, en contacto con la naturaleza, y nos enseñaba a distinguir el cuervo de la urraca, la perdiz de la codorniz, la alondra de la calandria y la paloma de la tórtola. Mi padre, ferviente enamorado del campo, conocía sus pequeños secretos, y el más remoto recuerdo que guardo de él es cazando grillos en una cuneta, haciéndoles cosquillas con una pajita larga y fina que introducía en la hura y movía con paciente tenacidad. A veces cazaba media docena y los guardaba bajo el sombrero, de forma que al regresar a casa, entre dos luces, armaban un alegre concierto sobre su calva, sin que a él, que en casa anteponía el silencio a todas las demás cosas, parecieran molestarle. Un día, en el Castillo de la Mota, hace ya muchos años, vi por primera vez una colonia de grajillas. Revoloteaban en torno a las almenas y con sus “quia-quia-quia”, reiterativos y desacompasados, organizaban una algarabía considerable. De lejos parecían negras y brillantes como los grajos, pero, cuando las vi de cerca, observé que eran más chicas que aquéllos -más o menos del tamaño de una paloma- y no totalmente negras, sino que el plumaje de la nuca y los lados del cuello era gris oscuro, y sus ojillos, vivaces y aguanosos, tenían el iris transparente.

Viviendo en Castilla, la grajilla se me ha hecho luego familiar, porque está en todas partes. Es un pájaro muy sociable, que divaga en grandes bandadas, a veces de cientos de individuos, y que, mientras vuelan alrededor de las torres o los acantilados, sostienen entre ellos interminables conversaciones. No son racistas y, a menudo, se las ve asociadas con pájaros más grandes o más chicos que ellas, cuervos y estorninos, preferentemente, no siempre de la misma familia pero también de plumaje negro. Al parecer no les une una razón de parentesco sino el uniforme.

De ordinario, estas aves asientan en lugares próximos a cortadas rocosas y en torres antiguas o abandonadas, incluso dentro de las grandes ciudades. De la familia de los córvidos es el único pájaro que he visto con aficiones urbanas. La corneja, el cuervo, la graja no sólo rehúyen la ciudad sino que ante el hombre se muestran hoscos y desconfiados. En viejos edificios de altas torres, con agujeros y oquedades, la grajilla es huésped casi obligado, aunque luego, para comer, y, en ocasiones, para dormir -como sucede en Sedano-, hayan de desplazarse varios kilómetros al caer la tarde, buscando acomodo.

La grajilla es sedentaria, vive, generalmente, en el mismo lugar que nace durante las cuatro estaciones del año. Sin embargo, he advertido que el bando que merodea por los frutales de Sedano no crece, no es hoy más nutrido que hace seis lustros, de lo que deduzco que, como sucede con las abejas, hay grupos que se escinden cuando la puesta es abundante. Géroudet nos recuerda que una grajilla anillada en Suiza fue hallada en los Pirineos, y en Normandía, otra anillada en Bélgica, lo que quiere decir que hay grajillas que viajan, que efectúan desplazamientos, aunque nunca tan largos y regulares como los que llevan a cabo anualmente cigüeñas y gansos.

La vida sedentaria obliga a las grajillas a comer de todo, adaptando su dieta a los alimentos que les facilita cada estación. Las bayas y frutos de pequeño tamaño les entusiasman, pero se avienen a sustituirlos por caracoles y patatas cuando aquéllos escasean. La grajilla es buscona, ratera; como la urraca, roba de todo, desde fruta del granjero hasta los huevos de los nidos de pequeñas aves, que se come en primavera. Por robar, roban a veces hasta la casa, nidos de otros pájaros, que ocupan tranquilamente aunque luego los acondicionen y decoren a su gusto. El nido de una grajilla evidencia las aficiones coleccionistas de la especie.

En las escarpas rocosas que flanquean el río Rudrón entre Covanera y Valdelateja, en la carretera general de Burgos a Santander, es fácil tropezar con nidos de grajilla. Precisamente al pie de uno de estos cantiles fue donde encontramos a Morris, un simpático pájaro que amaestraron mis hijos y del que luego hablaré. Estos nidos constituyen un verdadero muestrario de los más diversos objetos y materiales que puedan imaginarse. Sobre la simple estructura de un viejo nido de corneja, pájaro que gusta de renovar sus habitaciones y construye su casa cada año, encontré un día un nido de grajilla revestido con los siguientes ingredientes: papel, trapos, boñiga seca, plumas, pedazos de saco, crines de animales, lana, plástico, barro… la grajilla había conseguido un hogar confortable aprovechando los restos de otros anteriores, lo que significa que este pájaro no desaprovecha ocasión de ahorrarse un esfuerzo.

La puesta de la grajilla oscila entre tres y seis huevos, aunque hay ocasiones excepcionales en las que se ha observado una puesta de ocho. La eclosión es lenta, alrededor de cinco semanas, y los primeros desplazamientos de los pollos tímidos y cortos, cosa sorprendente siendo la grajilla uno de los pájaros que mejor vuelan, que pica o se repina en pocos metros, airosamente, con una gracia y una agilidad singulares.

Pese a frecuentar como hemos dicho las viejas torres de las ciudades -siempre a los niveles más altos-, la grajilla se muestra recelosa con el hombre y, sin embargo, es una de las aves que se domestican con mayor facilidad y hasta, según aseguran ciertos autores, es posible hacerles pronunciar algunas palabras sencillas, de una o dos sílabas.

A lo largo de tres meses, yo conviví en Sedano con Morris, una grajilla que encontró mi hijo Miguel, aún en carnutas y medio muerta de inanición, en los acantilados de San Felices. El animalito se había caído del nido y, al verla tan débil y depauperada, no di un real por su existencia. No obstante, mis hijos Juan y Adolfo, muy chicos por aquel entonces, le habilitaron un nido en una caja de zapatos y empezaron a alimentarla con pienso humedecido que Morris devoraba glotonamente. En pocos días, la grajilla se repuso, empezaron a asomarle los primeros cañones y, cuatro semanas más tarde, estaba completamente emplumada.

Pero lo más sorprendente de Morris era la naturalidad con que aceptaba la vecindad de las personas, especialmente la de Juan y Adolfo, que la habían criado. Únicamente, en su trato con el hombre, le repugnaba una cosa: que le pusieran la mano encima. Es decir, Morris reposaba erguida y tranquila sobre el antebrazo o el hombro de cualquiera de nosotros, pero si el mismo porteador u otra persona, incluidos Juan y Adolfo, intentaban agarrarla, el pájaro se escabullía, revoloteaba y terminaba por caer al suelo. Esta repulsión instintiva a ser apresada le duró hasta que la perdimos. Morris hacía causa común con la familia, le divertía vernos comer alrededor de la rueda de molino, participaba a su manera de nuestras tertulias, no extrañaba las visitas, pero rechazaba terminantemente la caricia y cualquier tipo de contacto. Yo creo que la situación de mi refugio a media ladera, en alto, sobre el valle de frutales, facilitó la adaptación de la grajilla. Ella no podía disfrutar, ciertamente, de la compañía de sus congéneres, pero la visión del mundo era la que le correspondía en su condición de ave, desde arriba, “a vista de pájaro”.

Una mañana, cuando Adolfo, en traje de baño, se dirigía hacia la piscina con ella al hombro, Morris empezó a aletear con cierta torpeza, se afirmó gradualmente en el aire, tomó altura y se posó en la copa del olmo que sombrea la mesa de piedra. La reacción de la familia fue semejante a la que suscitan los primeros pasos de un niño: alegría y estupor. Pero, enseguida, se presentó el dilema: ¿había elegido Morris la libertad y escaparía, o simplemente era aquello la prueba de la culminación de su desarrollo? confieso que me incliné por lo primero. La abierta curiosidad con que contemplaba el valle desde una nueva perspectiva, el notorio placer que le deparaba su balanceo en la ramita del olmo, su indiferencia ante nuestras voces al pie del árbol, parecían indicar que Morris ya no nos necesitaba y que, en lo sucesivo, podría prescindir de nosotros.

El hecho de que la grajilla permaneciera durante largo rato en la punta del olmo, despiojándose, realizando su aseo cotidiano, desinteresada de cuanto sucedía a su alrededor, me reafirmó en mi opinión. No obstante, al cabo de una hora, Juan, que solía imitar, al darle de comer, la voz peculiar de estas aves, remedando los arrumacos maternos, apareció con el cacharrito donde mezclaba el pienso con agua y moduló un “quia-quia-quia” aterciopelado, dulce, digno de enternecer a la grajeta más esquiva. Morris acusó el golpe. Empezó a inquietarse, a mover la cabeza de un lado a otro, y, por primera vez desde que se encaramó en el árbol, prestó atención a lo que ocurría bajo ella y fijó en Juan sus ojillos transparentes como abalorios. Mi hijo repitió entonces la llamada con mayor unción, y, al instante, Morris se lanzó al vacío, desplegó sus amplias alas negras, describió un pequeño círculo alrededor de nuestras cabezas y fue a posarse blandamente sobre su hombro, al tiempo que reclamaba el alimento con un “quia-quia-quia” perentorio.

Así inició Morris una nueva era. Mis hijos la trasladaron de la caja de zapatos a una cesta de mimbre, destapada, y al llegar la noche la cobijaban en una cueva-despensa, junto a la casa, dejando la puerta entreabierta. De este modo, los más madrugadores podían sorprender cada mañana al pájaro en el alero del tejado, la copa del olmo o el bosquecillo de pinos de la trasera del refugio, esperando que le sirvieran el desayuno. En principio, Morris rehusaba ser alimentada por desconocidos, sólo admitía las pellas de pienso cuando le eran ofrecidas por sus padres adoptivos, pero, con el tiempo, cambió de actitud y, a medida que se hacía adulta, fue aceptando las golosinas cualquiera que fuera el oferente.

El mundo de Morris se iba ampliando poco a poco. Desde que aprendió a volar, se dejaba bajar gustosamente hasta la carretera, aunque le desagradaba que la alejasen demasiado de casa. Y, cuando esto ocurría, se alborotaba, protestaba y terminaba regresando sola, por sus propios medios. Pero una mañana, ante nuestro asombro, aceptó que la condujeran hasta la plaza, a trescientos metros de distancia. Morris empezó así a relacionarse con otras personas ajenas a la familia, a conocer la vida del pueblo, a convivir. Su sociabilidad progresó en poco tiempo, hasta el punto que, con frecuencia, se lanzaba en picado desde lo alto del olmo sobre un pequeño grupo de desconocidos que charlaba en la carretera y se posaba, indiscriminadamente, sobre el hombro de cualquier contertulio. Estas espontáneas efusiones de Morris no siempre eran bien interpretadas, sobre todo por las mujeres, que chillaban y manoteaban, al verla llegar, como si se aproximara el diablo. Pero, en general, la domesticidad de la grajilla despertó primero curiosidad y más tarde simpatía entre los vecinos. La gente la conocía por su nombre y Morris saltaba de grupo en grupo, de hombro en hombro, con una confianza absoluta. Tan sólo tenía en el pueblo dos solapados enemigos a quienes su presencia molestaba: los perros y los gatos. Pero Morris se zafaba de sus asechanzas en rápidas fintas, con suaves pero enérgicos aletazos, recurso que utilizaba también cuando alguien, cualquiera que fuera, trataba de apresarla. Su repugnancia a ser prendida por una mano humana continuaba tan viva en ella como el primer día.

En este momento de su evolución fue cuando intenté enseñarle a pronunciar alguna palabra, palabras sueltas, sencillas, como “hola” y “adiós”, pero, pese a que la grajeta fijaba en mis labios sus grises ojos aguanosos y ladeaba atentamente su cabeza, como si escuchara, nunca conseguí una respuesta aceptable. Morris callaba o, a lo sumo, formulaba su “quia-quia” monótono y displicente.

A medida que la grajeta ensanchaba las fronteras de su libertad, empezó a hacérsele aburrida la larga espera matinal. Morris, como buen pájaro, era madrugadora, y desde las seis y media que amanecía hasta las nueve y media o diez que amanecían mis hijos era demasiado tiempo sin compañía. Mas a las siete de la mañana todo el pueblo descansaba excepto los panaderos, Vicente y Abelardo, a los que Morris, con una sagacidad maravillosa, descubrió un día, amasando pan en el horno. A partir de entonces, su primera visita matinal era para los panaderos, con los que pasaba agradablemente el rato:

-Mucho madrugaste hoy, Morris.
-Quia.
-Te aburres en casa, ¿eh?
-Quia.
-¿Tan mal te tratan los del chalé?
-Quia.

Abelardo la obsequiaba con una bolita de masa que Morris engullía con satisfacción. Y a las nueve de la mañana en punto, tan pronto Vicente y Abelardo comenzaban a cargar la furgoneta, Morris levantaba el vuelo y regresaba a casa, a esperar en la copa del olmo la aparición de mis hijos.

Paulatinamente el pueblo se le iba quedando pequeño a la grajilla que, en su avidez descubridora, empezó a acompañar a mis hijos en sus excursiones, fatigosas caminatas de veinte o treinta kilómetros. Al atardecer, regresaba feliz, sobrevolando al bullanguero grupo adolescente, sus claras pupilas impresionadas por otros bosques, otros páramos, otros vallejos, otros horizontes.

Juan, amigo de ensayar cada día nuevas experiencias, decidió una tarde pasearla en bicicleta. Morris soportó un poco intimidada los primeros metros de carrera, pero, conforme la máquina fue adquiriendo velocidad, levantó el vuelo aterrada, emitiendo gritos de alarma. Mas la tenacidad de mi hijo era superior al miedo de la grajilla, y, dos días más tarde, Morris no se espantaba ya de la bicicleta, la aceptaba de buen grado y resultaban divertidas sus periódicas escapadas a los tilos y castaños de la carretera y sus retornos apresurados al hombro del ciclista lanzado a toda máquina.

El verano avanzaba de manera insensible y a primeros de septiembre alguien planteó el problema del traslado de la grajilla a Valladolid. ¿Se avendría a vivir en el balcón de una casa de vecinos? ¿No la acobardaría la gran ciudad? ¿Era honesto por nuestra parte desarraigarla, arrancarla de su medio natural e insertarla, sin más, en un medio hostil? Así surgió la idea de la gran prueba. Antes de conducirla a Valladolid era preciso ponerla en contacto con sus hermanas, en los riscos de San Felices, de donde procedía, para que ella misma decidiera si prefería quedarse o marchar. Los preparativos fueron meticulosos. Morris viajaría en automóvil, encerrada en una cesta, hasta la ribera del río Rudrón, justo en el lugar donde la encontramos. Una vez allí, Juan, mi hijo, se ocultaría entre las mimbreras de la orilla, mientras yo, con la cesta cubierta, remontaría el río hasta la piscifactoría, y soltaría el pájaro tan pronto oyera el pitido del cornetín que Juan portaba al efecto. No puedo ocultar que cuando me desplazaba río arriba con la cesta en la mano me embargaba una cierta emoción. La colonia de grajillas alborotaba en los farallones inmediatos, y yo temía que Morris, al verse libre, volara sin vacilar a reunirse con sus congéneres. Al alcanzar la piscifactoría, me detuve. El corazón se me aceleró cuando oí el pitido del cornetín, destapé la cesta y empujé con ella al pájaro hacia lo alto. En los primeros momentos, Morris vaciló, pero enseguida se repulió, rebasó las copas de los árboles del soto y continuó subiendo en vertical, como buscando una perspectiva. Los “quia-quia” fervorosos de mi hijo Juan se confundían ahora con los “quia-quia” de las grajillas del acantilado, más vivos y apremiantes, y yo miraba impaciente hacia lo alto, esperando la decisión de Morris. Y mi entusiasmo se desbordó cuando la grajilla, haciendo oídos sordos a las incitaciones de la colonia, se lanzó en picado sobre la margen del río y no paró hasta reposar en el hombro de mi hijo.

Al día siguiente, de manera inesperada, murió Morris. Su cadáver medio desplumado apareció en el sobrado del Bienvenido, a cuatro pasos de la panadería. Su gata, la Maula, que siempre había mostrado una abierta inquina hacia el pájaro, unos celos injustificados, la atacó cuando confiadamente se despiojaba en el alféizar de la ventana. La Rosa Mari, la niña, que fue testigo de la cobarde acción, asegura que el zarpazo de la Maula fue rápido como un relámpago y la muerte de Morris instantánea e indolora.

Más vale así.


Tres pájaros de cuenta, Valladolid, Miñón, Valladolid, 1982.
Visto lo visto, y leído lo leído, me parece que no hay duda: la grajeta fue recogida en los acantilados de San Felices (tal vez en Villacastín fue otra grajeta cuyo cuento no se cree ni su autor. Otro deberá responder). La grajeta que se posaba sobre el hombro de Azarías fue una grajeta que amaestró (no es difícil hacerlo) alguien ajeno a Delibes; y a la grajeta del cuento “La grajilla” no se la comió un gato. Sí parece, que una gata (la Maula) la mató. La Rosa Mari, la niña, lo presenció.

Cuando descubrí que un filólogo doctor cum laude en ciencias de la información era, además, experto en Miguel Delibes había editado unos diccionarios, ya os he dicho que me ilusioné. Pero fue adquirir los libritos y darme cuenta de que no sólo no era experto, sino que no había leído al escritor –motivos sobrados tengo para creerlo-. Lo que nunca pensé es que a estas alturas, este señor, siga dejando muestras de su más absoluto desconocimiento sobre la obra de Delibes.

¿Por qué digo lo del desconocimiento? Pues queda claro que de haber leído “La grajilla” no sería necesario que los hijos del escritor (¿qué hijos?) le comentaran al experto que se encontraron la grajeta en Villacastín, provincia de Segovia. Vosotros, al leer el cuento, habréis visto que donde encontró Miguel -hijo de Miguel Delibes- la grajilla, fue en los acantilados de San Felices en la carretera de Burgos a Santander. Os juro que yo no estaba presente, pero eso es lo que dice Delibes en el cuento.

Siento que el escritor se nos haya ido, porque –entre otras cosas- me quedé con las ganas de saber qué pájaro era el que tanta ternura despertaba en Azarías. ¿Era el milano, como ave rapaz? ¿O era el búho real (gran duque) el que inspiró al escritor?

Una cosa sí quiero dejar clara una vez más: la grajeta -como milana- es posterior a la milana del “libro primero” en la obra “Los Santos Inocentes” de Miguel Delibes. No hay duda que la que más popularizó “milana bonita” fue la grajilla, pero ésta heredó su nombre de la milana (búho real, gran duque) del libro primero de “Los santos Inocentes”. Después Azarías, sensible como es a todo lo que más quiere, lo relaciona con su milana. Hasta la niña chica es reclamada por Azarías como “milana bonita”.

Sigo un poco más. Con pena observo que la palabra grajeta los jóvenes agricultores ni siquiera la conocen, como tampoco nos vale la imagen de las grajillas, grajetas, chovas, cornejas o grajuelas tras de la labor de grada que Delibes relata y nosotros pudimos contemplar tras el arado o la grada: ya no las hay. Peor: llevando un poco más al extremo el problema, tengo que decir que las grajuelas que picoteaban tras el arado o la grada, tampoco acudirían hoy porque lo que buscaban –lombrices, aceiteros… entre otros- tampoco los hay: productos de laboratorio han acabado con ellos. Recuerdo –aún tengo memoria- cuando arando, o simplemente haciendo un hoyo, encontrábamos lo que llamábamos perrilla (alacrán o grillo cebollero). Este insecto también era eliminado por las grajuelas y las cigüeñas: hace muchos años que no veo ninguna “perrilla”.

Bueno, vale; nostalgias aparte. Quería decir que, bajo mi punto de vista, no fue la grajuela, grajilla o grajeta la que inspiró a Delibes. Debo creer que pudo ser el milano (milana) o el búho real o gran duque por ser ambos rapaces o, simplemente, la candidez y sensibilidad de un ser sin maldad: Azarías que, a todo lo que más quiere le ha puesto un nombre, su nombre: milana bonita. Milana bonita fue el gran duque (búho real), milana bonita fue, para Azarías, la niña chica, y milana bonita fue la grajeta.

Grajilla, grajeta, grajuela...















¿Cuál de los tres inspiró al escritor? ¿Tal vez ninguno?

¿Qué inspiró en Miguel Delibes el calificativo “MILANA BONITA”? A aquél que lo sepa, y nos lo quiera transmitir, no puedo hacer más que agradecérselo desde este lugar donde, otrora, había milanos, búhos y grajuelas por todas partes (hoy no se ve ninguno).

Y este lugar es…


Camporredondo, 12 de diciembre de 2016.

miércoles, 7 de diciembre de 2016

Grada

¿Qué se dice que es la veteranía? Pues como vosotros, "que sois más listos que los conejos", ya lo sabéis, no lo vamos a repetir. Sería tan absurdo como preguntarle al agricultor lo que es la grada.

El pasado día 30 de noviembre acudí al dial de la radio en busca del Dialecto agrario, y encontré una palabra muy normal y corriente en el mundo agrario: grada.

La emisora contactó con su “experto” y éste nos aclaró lo que es la grada agraria.

Nada que objetar, en parte, nada que decir a la explicación que el “experto” en la narrativa de Miguel Delibes nos regaló; al fin y al cabo es lo mismo que el escritor escribió en “Las perdices del domingo” página 161.

Una cosa sí que me llamó la atención: el presentador del programa preguntó a un agricultor si conocía la palabra grada -confieso que jamás se me habría ocurrido preguntar al locutor de radio si conoce la palabra micrófono-. Naturalmente –no faltaría más- la contestación era de Perogrullo.

Pero claro, uno, que abrió los ojos –entre terrones, gradas y ovejas- por primera vez hace ya algunos decenios, enseguida se dio cuenta de la juventud que traslucía entre los que trataban –correctamente- el tema desde su óptica de 2016, y pensé: ¡coño! ¿ya nadie se acuerda de mi rastra, rastra-grada de madera de tres palos y grada de hierro de dos o más cuerpos?

Delibes nos habla de la grada acoplada al tractor y sus expertos siguen por esa línea, pero yo digo: ¿nadie se acuerda de la grada acoplada al par de animales de tiro a través del balancín, del timón, o del estrinque, del barzón, la mediana, el yugo y la collera? Pues para eso estoy aquí con mi carga de ruralismo sobre mi jaula (chepa, espalda).


Para no dejarme nada en el tintero vamos a comenzar por la más humilde de la familia: la rastra de tablón. El que nuestro amigo José Criado (Pepe) nos encomendara su custodia, nos evita su descripción: es lo que se ve (la falta un diente en este extremo). Pero como ya parece que nadie -o pocos- se acuerdan de para qué servía, decimos: cuando no había otra, con ella se arrastraba o gradeaba -como usted quiera- (el DLE dice gradaba) la tierra después de arada a vertedera. Si se había arado con buen tempero, al final de la jornada se arrastraba lo arado y lo que, al orearse, hubieran sido terrones, por estar tiernos (húmedos) quedaban desmenuzados y la tierra perfectamente allanada. Buena labor hacía nuestra humilde rastra.

Otra labor -imprescindible labor- que hacía la rastra de tablón, era en la siembra a surco. En este tipo de siembra –generalmente con el arado romano- el cerro, panera o lomo quedaba rematado por un vértice demasiado agudo por lo que el desarrollo de la planta en su cima hubiera sido complicado: la raíz quedaba demasiado somera, casi descubierta, y la humedad enseguida se alejaba. ¿Qué hacer para evitarlo? Pues pasar nuestra humilde rastra y con ello el lomo quedaba truncado (achatado, rebajado), mejor para el desarrollo de la planta. Éstos son los dos usos más importantes de nuestra pequeña grada (tenía más).

Seguimos. A continuación –parece que progresamos- llegó esta otra rastra (algunos ya lo llamábamos grada) que a la hora de gradear (el Diccionario de la Lengua Española lo llama gradar) el terreno recién arado a vertedera, era mucho más efectiva: desmenuzaba y allanaba más y mejor la tierra (hacía más labor decíamos).

Este modelo de rastra es tomado de internet (http://www.laislatortuga.com) Se diferencia de la que yo usé en que aquélla era de tres brazos, con más dientes, pero su labor era la misma.

Dimos un salto más en la forma de labrar la tierra y llegó la rastra de hierro. A ésta se la llamó, definitivamente, grada (gradas porque se componía, generalmente, de más de un cuerpo). Ésta no sólo sustituyó –en parte- a las otras anteriores, sino que con ella se podía sembrar a voleo sin cachar el surco (otros dicen cachear). Con este sistema se ponía el surco (se alomaba la tierra) lo mismo que en la siembra a cerro. ¿Dónde estaba la diferencia? Pues en que en la siembra a cerro se esparcía el abono y la semilla a voleo, después se cachaba el cerro, la semilla caía en el surco, se pasaba la rastra y quedaba concluida la siembra. Pero en este último sistema no. Se alomaba el terreno (ponía surco), se esparcía el abono y la semilla a voleo, se pasaba las gradas, la semilla y el abono caían igual, en el surco, y la gradas borraban –allanaban éste- quedando la tierra completamente plana (sin surco), pero sembrada. La rastra que había en casa era exacta (tres cuerpos) a esta encontrada en (www.kayword-suggestions.com).

Hasta aquí llegamos con nuestras "entrañables" gradas, todas movidas por tracción animal. A partir de aquí, un gran número de gradas arrastradas por elementos mecánicos abastecen las necesidades del mundo agrario actual. Sobre ellas, a continuación os ofrecemos un pequeño ejemplo.

Un paso más y llegó la grada de la que habla Delibes en “Las perdices del domingo” y recogen sus jóvenes “expertos”. Cierto es que la de la fotografía está más avanzada –por el tiempo transcurrido-. Sería absurdo por mi parte que os explicara el funcionamiento de este último apero de labranza, cuando podéis descubrirlo con que pongáis los pantalones encima del sillín de la bicicleta, pedaleéis un poco, y salgáis del pueblo para que os empapéis de lo que es, y para qué sirve (hoy) la grada. Digo salgáis del pueblo, porque se supone que sois de ciudad y habéis ido a disfrutar de un hermoso día en la naturaleza. A los que tenéis la suerte de ser y vivir en el pueblo no tengo nada que deciros: sabéis más que yo.

Parece que nada tenga que ver la primitiva grada con la actual, pero su misión siempre fue la misma: remover la superficie e igualar la tierra. Discrepo un poco con lo que dicen Diccionario de la Lengua Española y expertos que lo copian: “con la grada se igualaba la tierra antes de sembrar” y yo digo que también se igualaba al sembrar (ver lo que decimos de la siembra sin cachar el surco)

Como mi sobrino Carlos nos ha enviado varias fotografías, os ofrezco dos vistas más en las que podéis apreciar más detalles.

El tío comenzó con la rastra, precursora de la grada –la humilde rastra de tablón- y el sobrino, por lo que podemos apreciar, ha avanzado un poquito en esto de la cultura del agro.

Pobres bípedos tras de las gradas y pobres cuadrúpedos -desde el asno hasta el buey- que tenían que tirar y arrastrar las gradas… eran otros tiempos.

Ya sólo me resta decir que ésta es la grada de discos; las otras, las humildes, de madera o de hierro, son las gradas de dientes.


Si os ha sabido a poco no tenéis más que decirlo, os espero en…

Camporredondo, 5 de diciembre de 2016.





lunes, 5 de diciembre de 2016

¿Gazapo? ¿lebrato?

¿Gazapo? ¿Lebrato? Veamos.

Aun después de vista la acepción recogida en el Diccionario de la lengua Española (DLE), si yo tengo que decidirme sobre a qué animal -cría del conejo o de la liebre- debo denominar como gazapo, lo tengo claro: siempre me decidiré por la de la liebre. Además de ser lo que vi y aprendí desde mi más tierna infancia, creo que es lo que más se ajusta a la realidad de la palabra gazapear que, últimamente, nos ocupa. Intentaré razonar por qué:

Para ello definiremos de nuevo la palabra “gazapear”:

Gazapear es imitar el desplazamiento del gazapo que, sabiéndose débil, trata siempre de moverse con toda la cautela del mundo, ora reptando, ora ocultándose tras de la mata, terrón, surco o piedra que tenga más a mano. El gazapo (cría de la liebre) desde su nacimiento sabe que su vida depende de evitar, en lo posible, ser visto, porque sus exiguas fuerzas no son suficientes para defenderse corriendo como hacen los adultos.

Admitido esto (en ambiente rural), pregunto: ¿qué animal -cría de la liebre, o cría del conejo- tiene más necesidad de gazapear? La cría del conejo –llamado, por casi todos, gazapo- cuando sale a la superficie ya es capaz de moverse con cierta soltura y autonomía. Además, en sus primeras aventuras, siempre se mantiene cerca de la cueva/madriguera donde nació ¿sí o no? Sin embargo, al que “otros” llaman sencillamente lebrato, viene al mundo en la superficie, sin más techo que le cobije que el cielo –azul, o encapotado- . Lo que acabo de decir no lo he aprendido en ninguna enciclopedia, como no sea en la enciclopedia de la vida en la naturaleza. He visto muchos gazapos (hijos de liebre) que, aun estando yo observándoles, permanecían como clavados en la tierra; sabían que su vida dependía de no ser vistos, por lo que se mimetizaban hasta confundirse con el suelo, del que sólo destacaban los ojillos muy abiertos y asustados. Lo mismo que muchas veces, cuando la liebre no ve campo libre (está rodeada por el rebaño de ovejas) gazapea, se mueve pegada al suelo tratando de no dejarse ver. Cuando la liebre -o cualquier otro animal- se mueve de esta manera, decimos que gazapea (imita al gazapo). Queda claro que estoy hablando del gazapo en el campo, porque no tendría mucho sentido hablar de gazapear si el gazapo está encerrado en la conejera. Delibes observó que el “zorro manco gazapeaba a un kilómetro”, luego estaba a campo abierto.

O sea: si la cría del conejo cuando sale de su madriguera ya es medianamente suficiente para moverse con un mínimo de autonomía, y además se le ofrece la seguridad de la cueva/madriguera, y la cría de la liebre nace sin otro techo que el cielo… ¿quién de los dos estará más necesitado de permanecer oculto, o moverse con sigilo (gazapear)? ¿Y cuando se mueve despacio y con toda la precaución del mundo, qué decimos? Pues eso, decimos que gazapea, y para gazapear, nadie más indicado que EL GAZAPO.

Termino. Jamás he visto gazapear a la cría del conejo porque, si son sorprendidos, siempre se dirigen, decididamente, a la madriguera. Sí he visto gazapear a la cría de la liebre, porque no tiene más remedio que hacerlo si quiere llegar a MATACÁN (gazapo, lebrato, menos de media liebre, media liebre, más de media liebre, liebre y liebre en grado superlativo: MATACÁN).

Debo dejar claro que no soy yo el que ha inventado que el gazapo es la cría de la liebre, esto ya lo decían mis abuelos y creo los abuelos de mis abuelos también. Bueno, y ya sabéis: fui pastor, y creo que los abuelos de mis abuelos también, así que algunos hemos visto.

Resumiendo: cuando me hablan de gazapo –no de errata, del gazapo animal- siempre pregunto si la cría de la libre o del conejo, a pesar de que pienso que el verdadero gazapo, el más necesitado de gazapear por estar más desvalido, es el por otros llamado lebrato, o sea el hijo de la liebre.

Ah, ¿qué como llamamos nosotros a la cría del conejo? Pues lisa y llanamente… conejillo y cuando es un poco más crecido decimos conejete, que es una categoría superior.

Como veis, a pesar de haber estado fuera unos pocos años, sigo siendo más de campo que eso que gusta tanto a los conejos: las amapolas, o las cerrajas (lecherines para el Nini), que también les llena satisfacción. Y cuidado con dárselas húmedas: pueden ser letales.

Esto es, en cuestión de conejos y liebres, sólo un apunte que hacemos desde…


Camporredondo, 25 de noviembre de 2016.

lunes, 28 de noviembre de 2016

¿Gazapear? yo sigo en mis trece.

A los seguidores de “La pizarra de Gaude”: no os enfadéis conmigo, ya sé que lo que os voy a decir está comentado y, por vosotros, aceptado y comprendido. Lo que pasa es que creo que no debo consentir que el lenguaje rural siga siendo maltratado, o despreciado, por los incultos, ruralmente hablando. ¿De cualquier manera vale? No. Sólo vale lo correcto y lo puesto en antena… no lo es. Veamos:

Pero mejor, primero os recuerdo lo que el “experto” escribe en Cátedra Miguel Delibes y en dos libritos editados, uno por Fundación Instituto Castellano y Leonés de la lengua, y otro por ediciones Cinca:

Gazapear
D1C p. 179, passim
También vi un zorro manco gazapeando a un kilómetro,
Gazapeando: Buscando gazapos. El zorro, al ser manco, busca gazapos porque son más fáciles de cazar que los conejos. (Investigación de campo)

Ahora seguimos con lo emitido a través del espacio (ondas electromagnéticas o hercianas):

El día 16 de noviembre de 2016 conecté la radio y fui desplazando el dial hasta encontrar la emisora “Es Radio CYL”, programa Es el campo, sección Dialecto agrario, porque habían anunciado que el “experto” en la narrativa de Miguel Delibes trataría de ilustrarnos sobre el significado de la palabra “gazapear”. Oliéndome a “puchero enfermo”, y dado que ya nos conocemos -él es filólogo doctor cum laude en ciencias de la información y yo un humilde ex pastor- tuve curiosidad por ver (por mejor decir, escuchar) si el “experto” ya había aprendido el significado que la palabra tiene en la narrativa de Miguel Delibes y en el ambiente rural. A continuación tecleo sus propias palabras:

Preguntado -entre risas- por el locutor-presentador por la palabra gazapear, el “experto” responde: “Muy buenas tardes queridos amigos. Gazapear es… buscar gazapos. Sabemos que gazapo es un… conejo pequeño… más chiquitines. Gazapear realmente lo podría hacer cualquiera, lo podría hacer desde el zorro que nos cuenta Miguel Delibes en Diario de un cazador, hasta mi abuela que en paz descanse. En este caso Miguel Delibes, en un libro que se llama “Diario de un cazador” nos dice que… “también vi un zorro manco gazapeando a un kilómetro”. Es decir, que al tener esa dificultad el zorro, de que es manco, lo que hace es gazapear, es decir… buscar gazapos”.

Y eso es todo. El programa siguió, el locutor encontró un nuevo concepto: “gazapear es buscar gazapos”. Lo soltó y supongo que… se quedó “más ancho que largo” sabiendo que hasta su abuela, ya fallecida, podía gazapear, o sea: buscar gazapos.

Ahora, por si acaso la emisora Es Radio CYL quiere contrastar con lo dicho por “su experto” para reafirmarse, o corregir, y emitirlo para sus oyentes, pasaremos a comunicarles lo que realmente, en la narrativa de Miguel Delibes y en el mundo agrario (en la academia lo ignoro), significa la palabra gazapear

Para dar a entender que alguien se mueve despacio, cautelosamente, tratando de no ser visto, parece que desde tiempo remoto se aceptó compararlo con la forma que tiene el gazapo -dada su vulnerabilidad- de deambular para defenderse de sus enemigos. Y creo que fue muy acertada la decisión porque, vamos a ver de qué astucia se vale el gazapo para que no se lo zampen (aunque no siempre lo consigue):

El gazapo –téngase por gazapo, también, la cría de la liebre, asimismo conocida como gazapo en este mundo rural- sabe, por su instinto de conservación (su inteligencia al fin y al cabo), que si se muestra, si se deja ver, el galgo, el zorro, el lince, el propio cazador… en fin sus numerosos enemigos, se lanzarán sobre él y se lo jalarán, porque sus patas aún no son tan ligeras y fuertes como para poder huir y ponerse a salvo. Entonces… ¿Qué hace? Pues moverse cautelosamente reptando, o lo que haga falta, y esconderse detrás de todo lo que se le ponga a mano, que es lo que hacía el zorro manco que Delibes vio, gazapeando, a un kilómetro. (Lo de un kilómetro es una exageración admitida en el mundo cinegético para indicar que está lejos del alcance de los perdigones).

Resumiendo, el gazapo se defiende con lo que puede defenderse: su astucia.

A partir de ahí ¿qué decimos de todo aquel ser –racional o irracional- que se mueve de la misma, o parecida manera, a como lo hace el gazapo? Pues decimos que gazapea (imita al gazapo) que es lo que hace la liebre –a veces- cuando se mueve de su cama y pretende no ser vista, etc. y es lo que hacía el zorro manco del libro “Diario de un cazador” de Miguel Delibes. El raposo sabe que si se deja ver, dado que sus patas no le permiten correr para ponerse a salvo, le va a “oler el culo a pólvora”. ¿Qué hace para intentar evitarlo? (esta vez no lo consiguió, porque Delibes lo vio), pues hace eso que queremos saber: GAZAPEAR, imitar al gazapo en sus desplazamientos, que es distinto a buscar gazapos que llevarse a la mesa para comer.

Indudablemente, al zorro –manco o no- le viene bien trincarse un gazapo tierno y sabroso, pero eso le ocurre al zorro manco del “Diario de un cazador” y al más ágil y lustroso de todos los zorros de cuatro, y de dos patas, que también los hay.

De manera que, gazapear: imitar los movimientos del gazapo para evitar ser visto o, como le ocurre al toro de lidia que gazapea (y no creo que busque gazapos) porque no tiene ganas de correr porque sabe que le dará igual, o simplemente porque es un “gazapón”.

Gazapear.- imitar los movimientos del gazapo que, valiéndose de su astucia, ¿inteligencia? trata de salvar su pellica.

Cómo los seguidores de “La pizarra de Gaude” ya se habrán dado cuenta, el “experto” tiene en la emisora Es Radio CYL y en su programa Es el campo, un vocero más que lanza al aire su disparatada forma de entender la narrativa de Miguel Delibes y el lenguaje rural.

¡Ay Señor, Señor! el paleto contra el “intelectual” ¡que Dios me coja confesado!

Camporredondo, 18 de noviembre de 2016

PD. Y como creo que debéis saberlo, os lo digo: ahora mismo -para si quieren contrastarlo, o rebatirlo- envío este mismo escrito a la dirección del programa que puso en antena la interpretación que de la palabra “gazapear” hace el señor “experto” en la narrativa de Miguel Delibes y el “dialecto agrario”. Bien entendido que si no lo rebaten debo entender que quizás están haciendo un verdadero diccionario con ésta y otras palabras que ya han ido por delante.

He dicho.

lunes, 21 de noviembre de 2016

¿Puchero enfermo, o puchero de enfermo?

Releyendo “Un año de mi vida” (pág. 123) de Miguel Delibes me ha llamado la atención una frase a la que quizás en otro momento no di importancia ninguna. Además he consultado el DLE (Diccionario de la Lengua Española) y encuentro la misma frase: “huele a puchero de enfermo”.

Puchero de enfermo
1. m. Cocido que se hace en el puchero, sin ingredientes que puedan ser nocivos a los estómagos delicados.
2. m. Cosa consabida, insustancial y fuera de razón. Huele a puchero de enfermo.
Real Academia Española © Todos los derechos reservados


Analizando la acepción primera y llegando hasta donde me permite mi magín, veo claro que el puchero de enfermo no tiene trampa ni cartón: lo pueden consumir incluso los estómagos delicados. ¿Es insustancial? Posiblemente sí, pero absolutamente fiable: es… lo que parece.

La acepción segunda es distinta: puede que el puchero de enfermo sea insustancial, lo que no quiere decir que esté fuera de razón dado que su destino es el enfermo (puchero de, o para, enfermo). También puede ser que nos interese más cuidar nuestra salud que el posible sabor añadido que pueda tener el cocido en general (puchero), en cuyo caso es interesante el puchero de enfermo, por lo que jamás estará fuera de razón.

Después de setenta y… años descubro que lo que aprendí de aquellos sabios de faja negra rodeando la cintura y boina calada hasta las orejas -y otros-, que acudían a jugar la partida en la cocina de casa, (habilitada en las noches de invierno como cantina) es un significado distinto al que le dan los diccionarios de la Real Academia. Decían, aquéllos, cuando un asunto no era de fiar o no estaba suficientemente claro: huele a puchero enfermo: "¡cuidado, esto huele a puchero enfermo!" Daban a entender que el asunto (puchero) no estaba claro: huele a podrido, esto me huele mal, tiene tufillo, huele a cuerno quemado o, sencillamente: huele a puchero enfermo (puchero-asunto cuyas condiciones habrá que auscultar), por lo que debías tomar precauciones y no fiarte de las apariencias.

Usaban esta frase u otra equivalente: ¡cuidado, esto me huele a cuerno quemado! (ten cuidado que puede no ser lo que parece, puede tener trampa).

Tanto una frase como la otra nos daban a entender que no había que fiarse de las apariencias, que aquello aparentemente inofensivo, o favorable, podía tener trampa. Un ejemplo adaptado a los tiempos que ahora corren: “he colocado mis ahorros en “Fórum Filatélico -o en preferentes- (dos timos) y me dan un 7% de interés”. Aquél de faja negra y boina calada hasta las orejas que lo oye (lo oyó) dice (dijo): oye, esto huele a puchero enfermo (por eso no le pillaron). Quiere decirse que a pesar de las apariencias favorables puede ser peligroso (si el puchero está enfermo y te fías, sólo, de su apariencia, puede ser peligroso)

Es posible que las frases puedan ser parecidas, pero el resultado puede resultar completamente distinto. El puchero de, o para enfermo, es una garantía de salubridad, se puede consumir sin temor a intoxicarse, y el olor a puchero enfermo nos previene contra las buenas apariencias pero que puede encerrar algún peligro del que después nos lamentaremos.

Resumiendo: mis ancestros y el DLE establecen diferencias entre la palabra “puchero enfermo o puchero de enfermo. Para los míos (rurales ellos y yo) existe la posibilidad de que el puchero esté enfermo (en condiciones poco saludables, lo que representa un riesgo) y para el diccionario el puchero es para el enfermo en cuyo caso existe total garantía de salubridad (puede uno fiarse) aunque cierto es que puede resultar insustancial: pero no hay engaño. Como insustancial puede resultar mi escrito. Pero como existe libertad de expresión yo la he usado, garantizando que no tiene ningún riesgo su lectura… que no huele a “puchero enfermo” vamos.

Sanseacabó: he querido decir, y he dicho, que en mi pueblo no usamos la frase puchero de enfermo, sino puchero enfermo, que es parecido pero no es lo mismo.

¿Estáis de acuerdo? ¿No? Pues venga que hay que mojarse.

Y, de momento, nada huele a puchero enfermo en…

Camporredondo, 31 de octubre de 2016


lunes, 14 de noviembre de 2016

Ganchito

Acabo de escuchar en la radio la palabra ganchito en la narrativa de Miguel Delibes y, debo confesarlo: me he sentido un poco triste. No me siento triste porque Delibes use la palabra cada vez que se le presenta la ocasión, lo leí un montón de veces y… me quedé tan tranquilo. Pero hoy, cuando mientras lo escuchaba por radio miraba el campo a través de los cristales de mi salón, algo ha protestado dentro de mí. El cazador que escribe, que tantas muestras ha dado de estar siempre del lado del humilde, en este caso nos habla –a los humildes- desde la atalaya del cazador de muchas alas y pocos bofes (no los necesita).

Indudablemente, el ganchito ("ojeo a lo pobre") es como el aperitivo que precede al banquete (montería, gancho, batida para ricos). Desde la perspectiva que ahora mismo tengo delante –si pudiera- preguntaría al cazador que escribe: ¿el cazador humilde (los de mi pueblo, yo...) no tiene derecho a ilusionarse con la palabra ojeo? Veamos: dice el escritor… “basta una tropilla de media docena de chavales para patear el terreno como Dios les da a entender.” ¡Joder, querido y admirado escritor! Si una tropilla de seis chavales ojeando no es un ojeo,.. ¿podría decirme como llamamos al dado por un niño, muerto de miedo, al que su hermano le indicó la dirección a seguir -sin más referencias que dos pinos que destacaban sobre la espesura del monte- hasta encontrarse con el cazador? Pues yo se lo voy a decir: aquel "chaval", de no más de seis años, era este aporreador de teclas, y mi hermano Alfredo fue el cazador que en aquel “ganchito” aculó dos liebres y el que descubrió, al verme aparecer, que iba llorando de miedo. Y...¿saben todos los “cazadores” de escopeta repetidora y secretarios para cargar y recargar la escopeta del señor y recoger las piezas abatidas, cómo llamamos los cazadores de pueblo a estos humildes “ganchitos”? Pues sí señores, sí, a estos “ganchitos” nosotros los llamamos lisa y llanamente: OJEOS. Y es que, en el campo, ojear es espantar la caza para dirigirla al lugar que nos interesa y eso lo consigue uno u ochenta, sin otro límite que el espacio de terreno que queramos batir.

He dicho lo que siento y, por una vez, sin que sirva de precedente, no estoy de acuerdo con el escritor que caza: nosotros, los humildes cazadores de pueblo no conocíamos la palabra ganchito más allá del aperitivo que precede… bueno, tampoco, porque aperitivo tampoco teníamos antes de los gabrieles o las patatas viudas.

ganchito
1 m. Esp. Aperitivo ligero y crujiente, de forma alargada o de gancho, generalmente hecho con maíz o patata.
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Lo demás, en el pueblo, son OJEOS.

Después de casi setenta años aun recuerdo el miedo que pasé en mi primer OJEO (ojeo de la pimpollada en la parte sur de la nava de arriba) en el Monte Arenas de Camporredondo.


Hasta aquí he intentado hablar del ojeo en mi ambiente: el ambiente de pueblo, con cazadores de pueblo. Para hablar del gancho, la batida, la montería… quizá hubiera que recordar al Nini: “yo de eso no entiendo, eso es inventado”. El gancho será gancho y su diminutivo será ganchito. Pero el ojeo siempre será ojeo: en el pueblo no tiene diminutivo.

Camporredondo, 19 de octubre de 2016