martes, 27 de agosto de 2013

Las espigadoras y el pastor

Buscando ilustración para el pasaje de hoy, encontré “entredosamores.es” del Campo de Criptana y, allí mismo, junto a una fantástica fotografía de espigadoras en plena faena, su autor había incluido -de la zarzuela “La rosa del azafrán”- la canción “La espigadora” del maestro Guerrero.
Muy complacido, al tiempo que repasaba mi humilde escrito, escuchaba el fragmento de la zarzuela. Sentí, en ese momento, una sensación extraña en mis ojos y sorprendido me pregunté: ¿qué es lo que pasa?
Dos gotas de agua, atraídas por la fuerza de la gravedad, serpenteaban por las asurcadas mejillas del pastor.
Así os lo digo, porque así ha sido
¡Qué le voy a hacer!


Los tiempos son difíciles, hay poco y tenemos que aprovechar mucho, el abono químico todavía no está al alcance de todos los agricultores, el orgánico se emplea para el regadío, los métodos de cultivo andan un poco atrasados, la producción es escasa y la necesidad mucha. Los abundantes rebaños, para producir necesitan pasto y en verano el que se pone al alcance de las ovejas es el del rastrojo. Los segadores están obligados a recoger todo lo que la escasa cosecha ha dado de sí y para ello procuran que las espigas no escapen de su mano.

El joven pastor lucha para que sus ovejas llenen el bazaco, pero es muy difícil. Desde que el segador comenzó a segar y recoger en haces los primeros cereales, trata de averiguar si se preparan los carros con los palos de acarreo o el armaje y pregunta -allí donde puede encontrar información- cuándo alguien comenzará sus labores en la era y se ofrece para alcanzar con el horcón los haces hasta el carro con tal de tener un rastrojo para sus ovejas.

Por fin llega el día. Antes de amanecer, el cante de la rueda (el traqueteo de las ruedas del carro) se deja oír por los baches de las irregulares calles del pueblo. El pastor lo oye y se pone en marcha tras la estela del carro esperando adelantarse a los posibles competidores por el careo. Pero son muchos. Aún no ha descartado la posibilidad de que haya más rebaños que el suyo tras el carro, cuando un grupo de personas se acerca por el camino de los valles y, antes de que las ovejas puedan entrar al rastrojo, el grupo se sitúa tras el “vehículo” recogedor de haces y, deshaciendo los hatillos, sacan sus morralas.

En el instante en que el haz es levantado, las pocas espigas que han quedado en el suelo son recogidas por las hábiles manos de la espigadora. Las posibilidades de que una espiga quede en tierra son mínimas, el grupo de espigadoras se colocarán en formación de ataque y en pocas idas y venidas dejarán el rastrojo -para desazón del pastor- con poco más que la -poco nutritiva- paja. Una por una, con las espigas que recogen van formando manadas (moragas) y, separándolas de la paja con la tijera, van llenando la morrala. De nada le sirven al pastor sus reflexiones de que él paga unos derechos por los pastos y que, por tanto, le pertenecen para sus ovejas. Es la lucha por la subsistencia: el pastor defiende el pasto para sus ovejas porque de ello depende la economía familiar y por eso paga unos derechos que ahora le son usurpados por otro derecho, no menos legítimo, como es el derecho a la alimentación de las personas. De las espigas que la espigadora recoja en el verano dependerá que haya un huevo frito sobre la mesa a la hora de comer; es el pienso para sus gallinas. De las espigas que recoja la espigadora, unido a las patatas menudas -las marraneras (se aprovechaba hasta la más insignificante)- también dependerá que en la cochinera pueda ir engordando el marrano, para, cuando llegue San Martín, poder hacer la matanza con la que ir capeando los inviernos interminables y las temporadas de mayor esfuerzo en el campo.

La matanza era la mayor y mejor de las soluciones familiares. De ahí que la familia que conseguía hacerla tenía cubierta una buena parte de las necesidades básicas: la sangre se aprovechaba para hacer morcillas y del resultado de cocerlas se conseguía el grasiento calducho para hacer sopas; de las mantecas se sacaba el chicharrón para merendar durante muchas tardes; del tocino bajo se conseguía el torrezno para el almuerzo o merienda en el campo; los huesos para durante una temporada tener sustancia en el cocido; el tocino más alto para añadirle grasa al cocido y después untar el pan; el chorizo sabadeño para reforzar el cocido; la longaniza para alguna merienda especial y las tajadas de chorizo o lomo, conservadas entre la manteca derretida, para las faenas más duras del verano.

He querido introducir esta parte sobre la matanza, para que nos demos cuenta de lo que la espigadora defendía al reclamar para ella el derecho que el pastor tenía sobre el rastrojo como pasto para sus ovejas. El hambre no entiende de leyes; el pastor cree que la ley está de su parte porque paga por los pastos, y la espigadora defiende su derecho a la vida, ¿de parte de quién estaba la justicia? ¡Es imposible repartir lo que no hay! Mientras un ser humano tenga hambre no puede hablarse de justicia y ahora estamos hablando de repartir -con justicia- la miseria que queda en el rastrojo. Cuando la espigadora recoja las escasas espigas, las ovejas comerán la paja y nadie quedará satisfecho, pero todos tendrán que conformarse.

La espigadora, por si era poco el esfuerzo de recoger espigas del suelo, poco a poco iba llenando la morrala que colgaba de su cintura, con lo que el esfuerzo era aún mayor por tener que colgar el peso sobre su espalda. Así, espiga a espiga, conseguía llenar la morrala y, morrala a morrala, llenaba la talega. Con el sol implacable sobre su cuerpo, la espigadora cargaba la talega sobre su cabeza y por carriles, campo a través, o caminos de tierra, regresaba al hogar donde la esperaba la segunda fase de la tarea que comenzó cuando aún no había amanecido.

Cuando la espigadora llegaba a casa ya tenía el lugar elegido donde vaciar la talega; generalmente a la puerta de su casa, o quizás en la era, tendía el fruto de su esforzada mañana para que mientras ella hacía lo que llamaban sus labores, el sol se encargara de calentar la espiga. Cuando creía que ya desgranaría bien, con un palo o una horca, a base de golpes desgranaba las espigas. Si a continuación hacía un poco de aire, con sus manos levantaba el grano para que el viento se llevara las aristas, pero, si no hacía aire, con la criba y paciencia conseguiría ensacar unos puñados de grano para unirlos con los de ayer y así, como hormiga humana, grano a grano conseguía mantener a raya a la fiera que se mantenía expectante para, al menor descuido, lanzarse sobre la familia: el hambre se paseaba, con plena libertad, por las calles del pueblo, dispuesto a colarse por cualquier rendija que encontrara sobre la desvencijada puerta de la casa.

La espigadora y el pastor: dos competidores por la miseria que quedaba sobre el rastrojo. Cuando hoy recuerdan aquellos tiempos, los dos comprenden la situación del otro, porque los dos luchaban contra un enemigo común. 

Camporredondo, 4 de diciembre de 2009


Palabras de uso poco corriente usadas en este escrito

Chorizo sabadeño.- este chorizo es el que se hacía con la sangre cocida, la asadura y las partes sanguinolentas de la carne del cerdo –las que no valían para el chorizo normal- . Se añadía al cocido –no todos los días, de ahí el nombre de sabadeño- y lo de negro era por su color oscuro.

Patata marranera.- En otro tiempo los calibres de las patatas eran tres: gordas o de consumo humano; sembraderas que eran las de calibre medio y todas las demás que se llamaban marraneras porque con ellas se cebaba al marrano.

Las palabras: arista, armaje, bazaco, calducho, careo, chicharrón, espigadora, haz, horca, horcón, matanza, moraga, morrala, rastrojo, rendija, talega, torrezno… y otras las encontrará en el diccionario de Camporredondo en esta misma pizarra.

lunes, 19 de agosto de 2013

Hijos de la vida

Sirva la siguiente entrada como homenaje a todos los hombres y mujeres del mundo rural a los que tanto debemos porque sin ellos la vida hoy sería muy distinta, estoy convencido. Nuestro protagonista de hoy, os lo aseguro, a pesar de todas las calamidades recogidas, torpemente, por mí en este escrito, fue un hombre que irradiaba felicidad. Yo no recuerdo verle enfadado jamás, aunque creo que motivos tenía para ello. Debo decir que jamás le oí cantar, pero siempre recordaré su risa abierta y sincera.

Amigo ¿…? Quiero que sepas que nunca olvidaré la lección que de ti aprendí aquella mañana del mes de agosto sentados, tú y yo, en el banco de piedra bajo el alféizar de la ventana de la casa en que nací.

Sobre la primera mitad de mi sexto decenio andaba yo vagabundeando y, a veces, me preguntaba: después de lo vivido, visto y oído a lo largo de todos estos años ¿qué podrá sorprenderme acerca de las miserias de la vida?

La respuesta llegó un día de verano, estando yo en la puerta de casa disfrutando de la sombra que proyectaba en su parte norte.

Allí, sentado sobre el banco de piedra bajo el alféizar de la ventana, quizás añorando aquellas tertulias de otro tiempo en las que la televisión, ni siquiera la radio, habían conseguido aislarnos hasta casi sustituir la palabra nosotros por el actual yo. Tertulias en las que se hablaba de lo cotidiano con nuestro más entrañable lenguaje rural, directo al corazón, sin academicismos ni pasotismo... en fin, no quiero desviarme del tema. Decía que la respuesta llegó un día, como otro cualquiera, en que se acercó hasta el arrimadero de piedra un vecino, uno de tantos con los que me satisfacía enormemente conversar o, mejor dicho, a los que yo tanto disfrutaba escuchando (¡qué enciclopedias!) y comenzamos a charlar animadamente, por lo que enseguida surgió... ¿te acuerdas?... Yo que creí que, como decía al principio, nada o pocas cosas podían sorprenderme, pronto me di cuenta de que debía limitarme a atender.

La grabación se puso en marcha y la pantalla, sin más que cerrar los ojos, se iluminó y fueron apareciendo imágenes. Con las primeras, me di cuenta de que no existía relación entre el tamaño de la herramienta y su usuario. En la primera imagen, un niño aparece al lado de una cepa con su azadón en la mano. La criatura debe excavar la viña… ¡pero si casi no puede levantar el azadón! Pues no sólo tendrá que hacerlo, sino que tendrá que justificar el sueldo que le dan haciendo un determinado número de cepas al día. Y lo hizo, y quedó contratado para cuando hubiera de acorrillarse el majuelo. Y tuvo que cavar la pestaña en el cauce y el arroyo y, pasado el verano, sin esperar a que el suelo ablandara por la lluvia, tuvo que arrancar, a golpe de azadón, el panderillo y la mielga, también la gatuña y el quebrantarados en el rastrojo. Además, tendría la suerte de que nunca se quedaría en paro no, no..., si se quedaba sin trabajo pasaría a recoger piñotes, cogollos o ¡llámelos como usted quiera! para una vez conseguido llenar el carro, llevarlo a la capital para que pudieran encender la estufa de carbón o la calefacción central en el edificio común.

El viaje hasta la urbe sería de lo más cómodo y agradable: cargaría el carro por el día; a las doce de la noche unciría los burros y caminaría toda la noche (33 kilómetros tras el carro) para estar a primera hora de la mañana pregonando su mercancía por las calles de la ciudad.

Si no se vendía la carga tendría que pernoctar en la posada (posada El Olmo) con lo que las ganancias, cuasi, se quedaban allí.

Llegando a este punto se me ocurre una pregunta: ¿Ibas tú solo? ¡Nooo! ¡Iba con mi hermano que es un poco mayor que yo! ¡Ah, ya! eso cambia mucho las cosas, porque la misma injusticia se multiplicaba por dos.

Siguió: en la pantalla ahora aparece un niño con un capón hermoso acomodado en una cesta. Va camino de un pueblo cercano. Su madre cebó el pollo con las espigas que pudo recoger espigando por los rastrojos en el verano. Por eso, cuando llegó la Navidad estaba que hubiera dado gusto verlo borboteando sobre la placa de la lumbre pero... ¡no! el gallo se crió porque con el dinero que valiera podrían comprarse cosas de especial necesidad. Esto se entiende enseguida: el comer un pollo no era cosa de primera necesidad dentro de la familia. La familia podía arreglarse con unas sopas de ajo o unas patatas cocidas con agua sin más ingredientes, por aquello del colesterol.

Bueno, pues el niño, dejando sus pisadas marcadas en la nieve, siguió su camino y, cuando llegó a su destino, apenas podía sostener la cesta en su mano: llegó arrecido.

Llamó a la puerta de la compradora; cuando aquella señora lo vio no daba crédito a sus ojos (también era madre). Cogió la cesta con el pollo y al niño y los hizo entrar al calor del hogar.

Cuando se hubieron calentado, la señora tomó la cesta con el pollo y se lo dio al niño que, al ver la acción de la señora, se asustó: no señora, que mi madre necesita el dinero; no te preocupes hijo, el dinero también te lo voy a dar. Toma y le dices a tu madre que el pollo es para que lo comáis vosotros.

En la pantalla aparece una imagen borrosa y no se aprecia lo que fue del destino del capón. Queremos suponer que sirvió para animar un buen guiso de Nochebuena.

Cuando el niño vuelve a la pantalla ya es un hombrecito. De su hombro cuelga la bolsa de los hocinos y el palo de atar. Se encuentra, con otros segadores, en el centro de la plaza de un pueblo de los que llaman “Tierra Segovia”. Un señor se acerca hasta ellos, se conocen de otros años y, tras un tira y afloja, el trato queda cerrado; segarán toda la cebada que el “amo” tiene, a cambio de dinero más la comida y el alojamiento, que correrán a cargo del terrateniente.

Como el grupo de segadores ya conoce el refugio -porque es el mismo de años anteriores-, hacia él se dirigen. Al abrir la puerta, los viejos inquilinos -aunque tal vez son viejos conocidos- huyen en todas direcciones. En un momento, las ratas desaparecen y los segadores acondicionan su ropa dejándola colgada con unos atillos sobre las vigas del viejo pajar. Allí compartirán colchón y almohada con tan agradable compañía. Allí, sobre el colchón “anatómico” que forma la paja, descansarán cuando vuelvan rendidos por el duro esfuerzo que representa la siega desde el amanecer hasta que anochece. Allí se repondrán de algunas de las infecciones propias de la estación, y también cambiarán las vendas (hechas con jirones de sábanas viejas) sobre la herida infestada. Hasta allí les llegará la noticia del hundimiento, en una noche de tormenta, de otro “cómodo dormitorio” próximo al suyo, en el que una viga alivió de todas las fatigas humanas a un desconocido y cercano compañero.

Da un paso atrás la película de la vida de nuestro protagonista y nos le muestra encorvado sobre un campo sembrado de achicorias arrancando las malas hierbas, o reventando terrones con el mazo, el cual apenas podía levantar del suelo para asestar el golpe…

Sorprendido porque no veo pasar la película por delante de una escuela pregunto: ¿nunca ibas a la escuela? Sí, fue la respuesta, cuando llovía o nevaba y, sobretodo, cuando no había nada que hacer.

Cuando son las dos de la tarde, y nos llamaban para comer, le pregunté: ¿cuánto ganabas segando? ¿Por qué no echas un cálculo? me dijo. Yo, que creí que conocía algo de este mundo, calculé y calculé muy mal. Él se echó a reír y, como si estuviera meditando, me espetó: escucha… cuarenta días segando, desde que amanecía hasta que anochecía, por 500 pesetas. Al ponerse de pie, para despedirnos, me dijo algo que jamás podré olvidar: “Gaude, los pobres no teníamos que tener hijos”. Sólo pude contestarle: ¡no digas eso! ¡Los hijos, de los pobres y de los ricos, todos, son hijos de la vida!

Yo esperaba, quizás otro día, aunque fuera de otro verano, seguir escuchando sobre el banco de piedra, bajo el alféizar de la ventana en la parte norte de la casa en que nací, la voz del niño que nunca pudo jugar, la del joven cuya juventud transcurrió entre montes, carreteras polvorientas y pajares–dormitorio... pero no pudo ser. Un día, por la mañana, las campanas de su pueblo, y el mío... ora La Seca, ora La Verde… lloraron por la muerte de un hombre bueno. Un hombre que se fue sin saber que los hijos de aquellas semillas son los que el mundo necesita.
D.E.P.
Camporredondo, verano de 2006
Palabras en desuso usadas en este escrito
Arrimadero.-Todo aquello que pueda arrimarse a algún sitio. Se decía del banco de piedra arrimado a la pared de la casa, que se usaba para sentarse.
Cuasi.- Palabra en desuso, equivalente a casi, por poco. “Tropecé y cuasi (casi) me caí”. 
Pestaña.- Franja de terreno que por su proximidad al cauce o el Arroyo quedaba sin arar. Esta franja solía labrarse con el azadón.

Las siguientes palabras las encontrará en el diccionario de Camporredondo en esta misma pizarra.
Acorrillar, alféizar, arrecido, atillo, azadón, capón, carro, cebar, cepa, cogollo, excavar, gatuña, hocino, mazo, mielga, palo de atar, pajar, panderillo,  piñote, quebrantarado, terrón.                          

sábado, 10 de agosto de 2013

La liebre y la Chica.

El pastor, liberado del peso de la alforja, la manta y la cayada, miraba hacia donde sus nietos jugaban y, observando falta de alegría en sus juegos, preguntó: ¿qué os pasa, Felipe? El niño respondió: es que me aburro.
El abuelo cerró los ojos y repasó: tobogán helicoidal, columpios, anillas, cama elástica, pozo sin peligro para disfrutar de toda el agua que quieran, arena lavada de río, estanque con peces, balancines… todo el parque a su disposición… y se aburren. Y el pastor tuvo un sueño. Vean lo que soñó.


Un día de primavera, como tantos otros, en que por uno u otro motivo no había escuela… ya se sabe, si no hay escuela, y además es primavera, el grupo lo forman el hatajo, los canes ayudantes, el rabadán y el zagalejo.

Con la ilusión puesta en que el herradón rebosará al final de la jornada, los pastores conducen el rebaño por la cañada de Carramambres que lleva directo al Monte Arenas.

A la salida del pueblo la abubilla pone su nota musical a la mañana; tú-tú-tú, y el zagal la anima: ¡Abubilla! ¿Quién te ha comido la olla? Y el pájaro siguiendo con su canción... tú-tú-tú... ¿lo ves? dice el zagal, ¡me contesta! Y sigue; abubilla quién te ha... Así hasta que ni la pregunta la oye el destinatario, ni el que pregunta la posible respuesta.

La ligera brisa que sopla del sur-oeste produce pequeñas ondulaciones sobre el mar verde de cereal en el campo castellano de Camporredondo.

Al llegar a la altura de las bodegas, las collalbas balanceando su pequeño cuerpecillo al tiempo que emiten su alarma... chit-chit-chit, denuncian que su territorio ha sido invadido por seres extraños que amenazan con destruir los hogares que ellas han construido entre los majanos y en los huecos de las paredes de piedra de la entrada a las bodegas. 

En las laderas canta el solitario macho de perdiz mientras la hembra incuba los huevos entre los herbazales de los vallados.

El grupo sigue su marcha después de que el ganado abreve en los bebederos de piedra que para ello se construyeron, mediada la cuesta.

Los pastores van repasando la discordia existente entre el pastor y el amo de las ovejas que por la noche, en la tertulia de la cocina-bar, les ha contado el tío Piluque...

El amo: ¿Vino, vinó?,
El pastor: ¡Vendría!
A: ¿Que si vino el lobo?
P: ¡Que vendría!
A: ¿Y se llevó alguna oveja?
P: ¡Se la llevaría!
A: ¿Cómo era, blanca o negra?
P: ¡Blanca o negra sería, porque colorada no la había!
A: ¡Me parece que te estás volviendo mu contestón!
P: ¡Y usté mu preguntón!
A: ¡El domingo te doy la cuenta!
P: ¡El sábado me marcho yo!

Así llegaron hasta el pinar donde les esperaba su amigo que, después de recoger el “saludo” (amor con amor se paga) les dejó vía libre para que el rebaño devolviera, con el pasto, la materia prima al herradón, y quedar, así, todos satisfechos.

El día es espléndido, el pasto abundante, ¿qué más se puede pedir? El pastor y el zagal recogen piedras con agujero –de las que abundan en el riscal- y con ellas van construyendo un tren con tantos vagones como sus fuerzas les permitan arrastrar. Tren que hasta tiene chimenea por donde evacuar los humos que produce el combustible con el que alimentan la caldera de la supuesta máquina.

Sobre la parte interior del tieso de La Legua las ovejas pastan a sus anchas, el pasto abunda en las, recientemente, abandonadas canteras. Los pastores, cuando llegan a la estación, paran su tren y contemplan satisfechos el espectáculo que para ellos representa que sus ovejas tengan comida hasta dejarla de sobra. La Chica, la perra, dormita a la sombra de la encina. En esto, una oveja parece asustarse, es el momento en que la rabona salta de su cama.

Por estar las ovejas en la parte interior del perdedero natural de la liebre, ésta opta por dirigirse en dirección al labrantío. El leporino no tiene gran recorrido si no quiere salir a campo abierto donde se pondría a descubierto, con el peligro que supondría ser avistada desde lejos, por lo que opta por amonarse en el primer desmonte, de cantera abandonada, que encuentra en su carrera.

Sin más pretensiones de que la perra haga un poco de ejercicio, los pastores la ponen sobre el rastro del lagomorfo. Cuál no sería su sorpresa cuando ven que la Chica baja por el mismo desnivel, en la cantera, por el que desapareció la liebre y que tarda en volver a aparecer. Enseguida corrieron en aquella dirección, pero antes de que llegaran, la Chica, la hija de la Sevilla, les sorprendió con un hermoso ejemplar de liebre que había cazado.

La alegría de los dos imberbes pastores fue indescriptible, el día salió redondo; ovejas satisfechas, herradón a rebosar y arroz con liebre para toda la familia al día siguiente. ¡Qué alegría!

Al abrir los ojos el abuelo pensó: los niños se aburren, pero entonces…aquellos pastores ¿no eran niños? Quizás por eso aquel día fueron muy felices.

Camporredondo Mayo de 2010

Palabras en desuso usadas en este escrito

Lagomorfo.- Mamífero semejante a los roedores.
Leporino.- Perteneciente o relativo a la liebre.
Perdedero.- Espacio natural para esconderse la liebre.

Las siguientes palabras las encontrará en el diccionario de Camporredondo en esta misma pizarra:
Amonar, abrevar, herradón, labrantío, majano, rabadán, rastro, riscal, vallado, zagalejo.

viernes, 2 de agosto de 2013

Los piñeros y el pastor

Si a los hombres a los que quiero dedicar esta entrada es a los que tiran al suelo las piñas y después las recogen,
creo que lo correcto es que la titule los piñeros (recolectores de piñas).
De la misma forma, o por el mismo motivo, el día que le dedique una entrada al hombre que comercia con el piñón (riquísimos piñones tostados vendía Gregorio Calle en Camporredondo)

le denominaré piñonero (que comercia con piñones).
Anticipo esta observación porque lo que me encuentro por ahí es la palabra piñonero

para referirse al que baja y recoge las piñas del pinus pinea, pino albar o piñonero.
Y no es que yo lo haya descubierto ahora, es que en el siglo XIX (siglo de mi abuelo)

 en Camporredondo ya se nombraban así. ¿Antes no?
Apoyándome en mi razonamiento les dedico, con toda admiración y respeto, esta entrada a… LOS PIÑEROS


Cuando el otoño avanza, el frío y la lluvia cambian la rutina del pastor y su rebaño. Ayer el rastrojo, el cauce y el arroyo; hoy, la cañada y el monte por la mañana y, si el tiempo lo permite, por la tarde, en la vega, es la hoja de la remolacha el pasto para la oveja. Si la oveja pastara sólo en el monte el herradón se resentiría, porque el pasto del pinar aporta poca leche. Pero si sólo comiera la hoja de remolacha, a la oveja le produciría disfunción en el aparato digestivo y esto también era negativo para el animal y por ende para la producción de leche. Entonces… ¿qué hacer? Pues lo que el pastor hacía y lo que esta mañana hizo: cañada adelante, seguido por el rebaño, va a por el pasto sólido y saludable; después, por la tarde vendrá el más abundante y productivo.

Durante el tiempo de recolección de la remolacha el pastor no debería preocuparse demasiado por el pasto; excepto si el día se presentaba lluvioso, todos los días recorría el mismo camino: por la mañana al monte y por la tarde a la vega, remolacha de regadío, o al páramo, de secano.

Durante la primavera el pastor tenía un compañero con el que de vez en cuando echar, como decían, una parlada. Pero desde el día quince de noviembre en que acabó la recogida de la resina, el resinero guardó sus herramientas en el sobrao (sobrado) de la casa y -como resinero- desapareció del monte. Pero… he dicho como resinero, porque a partir del 15 de noviembre bien pudo pasar a formar parte de otro grupo de hombres que también tenían el monte como principal medio de vida. Quizás pasó a formar parte de la cuadrilla de hacheros en las cortas de pinos; de los olivadores, o quizás de LOS PIÑEROS.

A estas alturas, o quizás antes, el seguidor de La Pizarra ya se habrá dado cuenta de la importancia del monte en otro tiempo: la resina, la madera, la hornija (combustible para los hornos de pan, cal, yeso, alfareros y para la gloria o calefacción del pueblo), el combustible para el hogar, el pasto y la cama para el ganado… y otra parte muy importante: la piña, cogollo, piñote… o sea, la piña del pino negral o resinero (Pinus pinaster) para encender la calefacción en la ciudad (en los pueblos se empleaban, pero menos, porque por aquí se usaba más la seroja) y la piña del pino albar (Pinus pinea), la de nuestro exquisito y hoy caro piñón, tan usado en pastelería, o para comerlo sin más que, bien tostado. Delicioso y nutritivo es el piñón.

Cuando arropado con su manta pastoril el pastor llegó al monte, en éste ya había actividad: los burros de los piñeros, pastando por el contorno, con sus cencerros rompían el silencio bajo el cielo gris, la escarcha o la niebla. Las piñas, como impulsadas desde las copas de los pinos por algún ser extraterrestre, golpeaban contra el suelo aquí y allá, bajo éste o aquel pino, y bajo el otro y el otro... El grupo de piñeros era amplio, ágil y numeroso, cuantas más piñas más sueldo, y el piñero siempre pensando que el hambre merodea, por los alrededores, como lobo que acechara esperando que el pastor se descuidara para apoderarse del rebaño y diezmarlo.


Para quitarse el frío de encima, el pastor se aproxima a la lumbre que los piñeros encendieron a primera hora en la que, poco a poco, irán ablandando los gabrieles y, mientras se calienta, observa y admira la agilidad del piñero subiendo al pino que lo mismo puede tener cinco que quince metros de altura.

Con la misma soltura que el pastor camina por el suelo, el piñero anda por el tronco vertical del pino sin más que colgarse con la vara de piñas del mismo tronco, o de alguna rama cuando va aproximándose a la copa y, en llegando a ésta, verle desplazarse por las ramas produce vértigo.

El pastor recuerda cuando, siendo niño de muy corta edad, acompañando a sus hermanos mayores en el cuidado del rebaño, vio por primera vez trepar al piñero y apartaba su mirada como esperando oír el golpe del cuerpo del hombre contra la tierra, porque sus infantiles ojos no daban crédito a lo que veían, ¿cómo era posible que aquel hombre, sin pegar su cuerpo al pino, sin más que agarrarse a aquella vara, pudiera recorrer la distancia que había entre el suelo y la copa del pino? Hoy el pastor ya sabe que el piñero quizás está dotado de unas alas que él no es capaz de ver. Por eso contempla con tranquilidad la caída de las piñas de los pinos como si algún impulso especial las precipitara hasta el suelo, porque sabe que el ser que las descuelga de la rama es especial.

El piñero se mantenía de pie y caminaba con la misma seguridad sobre la rama que sobre el suelo. Cubrir las necesidades básicas para la familia, en aquellos tiempos, no permitía tener dudas sobre la forma de ganarse la vida. Allí donde había trabajo había una oportunidad, y tenía que aprovecharse. Quizás mañana llueva o nieve y no pueda bajar ni una quina de piñas hasta el suelo, y si las piñas no bajaban no había sueldo y sin sueldo…

A las horas convenidas, se escuchaba la voz del caporal ¡a recogeeerrrrr...! Y la voz del siguiente piñero, como si fuera el eco, repetía ¡a recoger...!¡a recoger...! así, cada cierta distancia, para que nadie quedara sin aviso del cambio de actividad.

En la recogida de las piñas participaba toda la familia, en la foto de la derecha se puede apreciar desde el niño que quizás hizo novillos en la escuela -porque antes que estudiar había que comer- hasta el abuelo al que los años obligaron a bajar del pino porque las fuerzas y los reflejos le han abandonado. Aun así, mientras hubiera un mínimo de energías, tenía que seguir ganándose el cocido: no hay ventanilla a la que acudir, el piñero nunca tendría derecho a una pensión de jubilación, pero el pino sí que jubilaba al hombre. Mientras la mujer recoge su parte de piñas irá controlando el borbotear de los garbanzos en la olla sobre el –improvisado- fogón de piedras.

Al llegar el mediodía, volvería a escucharse la voz del caporal: ¡a comeeerrr…! Y el eco repetía ¡a comer…! ¡a comer…! Para reunir a todos los piñeros en torno a la amplia mesa con mantel de burrajo.

Una vez recogidas, las piñas se cargaban en los serones sobre el lomo de los animales de carga y después, en reata, se acercaban hasta El Coletillo que es donde, en un tramo de pradera que había en la Cañada Merinera, se descargaban y se formaba el pez hasta que en los meses de calor se extendían para que los rayos del sol se encargaran de abrirlas y saliera el piñón.

Llegando al lugar de descarga se vacían los serones y los sacos y se procede al conteo que servía para fijar el sueldo que cobraría la familia para poder reponer la despensa (los frigoríficos aún tardarían algunos años en formar parte de las cocinas de los piñeros y del pastor).

Lo mismo que hiciera al tirarlas al suelo, una por una iban pasando por su mano. Por cada cien piñas (veinte quinas) que pasaban por su mano, noventa y nueve se echaban al montón y una a la banasta con lo que, al final, tantas unidades había en la banasta como cientos en el montón.

En su universidad se encargaron de que aprendiera a contar hasta cien.

De esta manera, piña a piña, se formaba cada año el enorme pez que durante la primavera era vigilado, día y noche, contra los ladrones de piñas, por aquel matrimonio al que hacíamos mención en la anterior entrada “El chozo el guarda y el queso”.

El pez de piñas se mantendría hasta que, avanzada la primavera, cuando el calor iba apretando, se extendía como parva de cereales en la era, para que el sol abriera las piñas. Una vez abiertas, con el macho o la mula y la rastra se pasaba por encima haciendo que el piñón se separara de la piña y quedara en el suelo. El piñón mezclado con la cáscara se pasaba por la criba quedando limpio de todo, menos del cisco, que era lo que se quitaba al pasarlos por el agua sacada del pozo. Con esta operación el piñón quedaba listo para el mercado.

Éstos son los restos que quedan, en El Coletillo, del hogar de un matrimonio, no joven, que mediado el siglo XX y durante los meses de primavera, guardaban las piñas para que otros pudieran disfrutar del delicioso piñón de Castilla (a 21 de noviembre de 2009).

Y más abajo, aunque hoy parezca imposible, a mediados del siglo XX hubo un pozo con cuya agua se lavaban los piñones de las piñas que producían el Monte Arenas y El Bosque y que los piñeros se encargaban de recoger. Esto es lo que queda.


A partir de aquí quizás podamos haber aprendido un poco más sobre el esfuerzo que hace unos pocos años algunos seres humanos tenían que realizar para conseguir llevar el cocido hasta la mesa de su humilde cocina. Por mi parte, piñeros de antaño, allá donde estéis, o ahí, en el Cielo, os rindo mi humilde homenaje.

Por si no habíamos visto suficiente, tenemos la foto del hombre-volador,
el piñero volando de un pino hasta el otro sin tocar el suelo
Al pastor se le hace la hora de cambiar de pasto al rebaño, y tras un silbido de orden a los animales y un saludo de despedida moviendo la mano, inicia su camino hacia la vega donde las ovejas terminarán de llenar el bazaco.

Al iniciar el camino de bajada el pastor saca el talego de la alforja, lo abre, coge su tortilla y se dispone a remedar a los piñeros que se habían reunido en torno al ecológico mantel.

Camporredondo 21 de noviembre de 2009

El pastor

Las fotos de las personas fueron tomadas del NO-DO nº 528 del año 1955 y pertenecen a la zona de Hoyo de Pinares en la provincia de Ávila.



REFLEXIÓN

Desde su atalaya, hoy, el pastor observa las máquinas sacudiendo sin piedad al pino para bajar las piñas, y siente nostalgia por el pino bien tratado y olivado como estaba en otro tiempo. Ya no se oliva el pino, nos limitamos a quitarle las ramas más bajas, pero no se le limpia de chistos y chamarastos, sólo prima la rentabilidad inmediata, el futuro no es cosa que nos preocupe, volvemos al dicho: “el que venga detrás que arree”. El olivador de aquel tiempo sí que pensaba en el que venía detrás de él: el piñero, y le dejaba el pino limpio, en la copa del pino jamás había leña muerta que estorbara al piñero, ni que pudiera acarrear enfermedades al pino. Por eso había pino, resina, madera, leña y piñas.

Cuando al pastor le llegan nuevas noticias sobre lo que serán las técnicas de elaboración en los pinares, siente preocupación porque no entiende que el tronco del pino se vaya a ver reducido a la altura de la máquina que se encargará de olivarlo y de tirar sus piñas, y piensa el pastor, porque no lo entiende: ¿también podremos renunciar a la madera de nuestros pinares? ¿Ya nunca podrán ver nuestros nietos aquellos pinos que elevaban sus ramas a más 20 metros? ¿Dónde quedarán los pinos que producían cientos de quinas de piñas? Las águilas, incluso las cigüeñas hacían sus nidos en aquellos ejemplares pinos de antaño. Pero no, no sabemos lo que ocurrirá después, de momento la altura del pinus pinea –alarmantemente- ya se va reduciendo.


En el entorno del pastor de hoy ya no existen pinos como el de la foto. Pinos en los que por primera vez sintió miedo por el hombre que podía caer al suelo. De la misma manera que ya no queda pino resinero (Pinus pinaster) que pueda soportar más de 4 caras, tampoco tendremos pinos albares que no podamos contar las piñas desde el suelo. El pastor se pregunta: ¿transformaremos los montes en matorrales?

El pastor no sabe lo que ha sido de la técnica, que él jamás entendió; la técnica de injerto para obligar al pimpollo a producir antes de tiempo, condenándole a morir por exceso de trabajo. Lo nuestro es la prisa, correr…correr…correr… ¿hasta cuándo? Cuando aparecieron estas técnicas de injerto, el pastor nunca entendió como era posible que al pimpollo, sin haber desarrollado su sistema radicular podía obligársele, sin más que injertarle (engañándole) púa de pino adulto, a producir piñas sin darle tiempo a crecer condenándole, a base de engaños, a producir antes de tiempo. Quizás sus impulsores sientan nostalgia de cuando al niño se le obligaba a ganarse el sustento desde su más tierna infancia. Lo cierto es, así lo piensa el pastor, que si el nuevo sistema de producción sigue adelante, habremos cambiado las cuatro quinas de pequeñas piñas que hoy produce el pimpollo, por los cientos de piñas espectaculares que produciría el pino dentro de unos años.


El pastor



Palabras de uso poco corriente usadas en este escrito

Hachero: el que trabaja y se gana el sustento con el hacha. Parlada: conversación intrascendente entre dos o más personas. Pez: montón de mies trillada, piñas etc. de forma alargada. Reata: hilera de caballerías, de tiro o carga, caminando una tras otra. Vara de piñas: conjunto de varal y medialuna o gurbio, que el piñero usaba para subir al pino y tirar las piñas al suelo.

Las siguientes palabras las encontrará en el diccionario de Camporredondo en esta misma pizarra:Banasta, burrajo, chamarastos, chistos, cisco, cogollo, corta, gabrieles, gloria, hachero, herradón, hornija, novillos, olivador, parlada, parva, pastar, pez, piñero, piñote, quina, reata, remedar, resina, seroja, serones, sobrado, vara de piñas.