martes, 25 de junio de 2013

Estampas de otro tiempo. El Santo Cristo del Amparo

De las imágenes que se agolpan en nuestra sexagenaria retina intentamos, hoy, seleccionar una de las más entrañables que, otrora, se producían en mi pueblo. Son imágenes que en Camporredondo, cada primavera, se repetían.

Eran los tiempos en que los niños jugábamos al fútbol en la polvorienta plaza del pueblo, mientras esperábamos la entrada a la escuela, o durante el recreo, sin ser importunados por los vehículos autopropulsados. Eran tiempos en los que, aún, la familia estaba formada por abuelos, hijos y nietos sin que nadie se preguntara si la casa era grande o pequeña. Entonces se compartía lo que hubiera, incluso las muchas carencias que en estas tierras castellanas padecíamos.

En aquel ambiente, el agricultor camporredondés, como el agricultor castellano, siempre pendiente del cielo, no podía hacer otra cosa que esforzarse al máximo para intentar producir las mejores cosechas y esperar. Esperar a que los meses clave para llenar sus graneros y despensas fueran favorables, pues de los meses de abril, mayo y junio dependía que el cocido volviese a hervir, durante todo el año, sobre los fogones de nuestras cocinas y los hornos perfumaran el ambiente con su olor a pan recién cocido.

El agricultor de mi pueblo desde que, allá por el mes de septiembre, sembrara el centeno (de este cereal se decía: “el centeno segado y sembrado”) ya no paró, sembradera al hombro, de esparcir el grano con la esperanza puesta en “su” Santo Cristo del Amparo, pues Él siempre sería su mediador para que, en caso de necesidad, la lluvia acudiera oportunamente a los campos de Camporredondo.

Cuando la diosa Ceres se descuidaba y la lluvia se retrasaba, las gentes de mi pueblo nos desplazábamos hasta el Humilladero y, de su ermita, a hombros, se trasladaba al Santo Cristo del Amparo hasta la iglesia del pueblo y allí se iniciaba su novena en demanda del tan preciado líquido pues, si éste se retrasaba, la vida se nos haría imposible.

Para que nuestros ruegos no pasaran desapercibidos o, mejor, para darle mayor fuerza ante nuestro Valedor, compusieron una plegaria-canción que, a continuación, reproducimos en un intento por dejar patente la fe que, al menos en aquellos tiempos, el pueblo de Camporredondo tenía en “su” Santo Cristo del Amparo.

La primera estrofa (y estribillo) que su autor/es compusieron no podía ser otro (acordaos: “dejad que los niños se acerquen a mí”) que ésta:

Agua pedimos, Señor
Agua pedimos, Dios mío
Agua pedimos, Jesús
Te lo suplican los niños.

En el pueblo nadie podía quedar al margen de nuestras súplicas, pues el agua la necesitábamos todos y a todos favorecía. Esto nos lo recuerda la estrofa siguiente:

Todo el pueblo acude a ti
Santo Cristo del Amparo
Danos el agua, Señor
Para regar nuestros campos.

(al estribillo)

El agricultor seguía con sus ruegos y con la humildad que siempre caracterizó al agricultor castellano, pedía perdón. Perdón... ¿por qué? ¿Debías de hacerte perdonar porque eras culpable de trabajar hasta la extenuación? ¿Acaso, como se creía entonces, eras culpable de, para intentar dar de comer a tu numerosa familia, trabajar los domingos y fiestas de guardar?

La estrofa siguiente deja constancia de lo que digo:

El agua no nos neguéis
Por Vuestra Santa Pasión
Os pedimos muy contritos
Que nos perdonéis, Señor.

(al estribillo)

En la seguridad de que el agua estaba en manos del Santo Cristo del Amparo, el agricultor, con la fuerza de su fe, le recordaba el origen del manantial de la vida.

En la estrofa siguiente lo decía así:

El agua no nos neguéis
Pues bien nos lo podéis dar
En vuestro pecho tenéis
Un copioso manantial

(al estribillo)

Una parte importante en la vida de los habitantes de Camporredondo fue El Sotillo. En él, pago de propiedad municipal, cada familia del pueblo disponía de unos terrenos en los que sembraban patatas, alubias, tomates, melones... etc para el consumo familiar. Tal fue su importancia, que no podíamos dejar sin protección divina tan importante parcela.

Ahí está en la estrofa siguiente:

Santo Cristo del Amparo
Que lindas con El Sotillo
Danos agua saludable
Para regar nuestros trigos.

(al estribillo)

Seguidamente, como si el cielo no pudiera ver las consecuencias que acarrearía la falta de agua, el agricultor, por recordarlo no quedaría, avisaba de las catástrofes que esto acarrearía. Y la siguiente estrofa dice así:

¡Qué sería de nosotros
si la lluvia nos faltara
hambres, pestes y miserias
por todas partes se hallaran!

(al estribillo)

Un cultivo importante, en aquel tiempo, fue la avena. La avena fue un cereal que solía sembrarse más tardío y en terrenos menos ricos o fértiles y, por tanto, estaba más necesitado de una lluvia generosa.

La siguiente estrofa, haciendo mención a este cereal, dice así:

Santo Cristo del Amparo
Que lindas con las arenas
Danos agua saludable
Para regar las avenas.

(al estribillo)

Los padres (genérico) camporredondeses, querían que el cielo contemplara nuestras casas y nuestras mesas desabastecidas del más básico de los alimentos y, para eso, compusieron esta estrofa:

¡Qué sería de un buen padre
con los hijos a su lado
todos pidiéndole pan
sin poderles dar bocado!

(al estribillo)

Y volvía el agricultor a sentirse culpable ¡qué ironía! ¡el agricultor, culpable! Sólo se me ocurre una pregunta: ¿Dios será así?

Esta es la última estrofa:

Dios es misericordioso
Pero también justiciero
Si no nos arrepentimos
Nos mirará muy severo.

Agua pedimos, Señor
Agua pedimos, Dios Mío
Agua pedimos, Jesús
Te lo suplican los niños.

Y después de agradecer al sufrido agricultor castellano el que no se haya arrepentido y con la seguridad de que Dios no le mirará muy severo pues, gracias a él, hoy gozamos de un bienestar como jamás hubiéramos soñado en otro tiempo y lamentando, además, que muchos trabajadores del agro no hayan llegado a tiempo de cosechar lo que ellos sembraron, os envío un fuerte abrazo de reconocimiento a vuestro esfuerzo y sacrificio.

El Pastor


Camporredondo, 2.005


jueves, 13 de junio de 2013

Campana de mi lugar

Campana de mi lugar, 
tú me quieres bien de veras,

cantaste cuando nací,

llorarás cuando me muera


Antaño, el poeta, nos dejó escritas estas palabras.

Hogaño… hogaño es otro tiempo. Quizás hoy, el poeta, se hubiera expresado de distinta manera.

Hoy, si bien las campanas, de vez en cuando, siguen llorando tristemente, parece que lo hacen con pereza... con desgana. ¿Qué está pasando? ¿por qué tañen tan lejanas? Pero, sobre todo, ¿por qué no cantan, no repican? ¿Es que, junto con el hambre, también hemos erradicado los sentimientos?

Yo me resisto a creer que esto sea así, pero no encuentro explicación a lo que les ocurre a las campanas de mi lugar. Cuando yo era niño, el sonido de “La Seca” nos iba informando, de forma aproximada, de la hora en que se encontraba nuestra larga jornada laboral.

Por la mañana, al alba, podía despertar a algún rezagado; con su toque de Ave María, sobre media mañana, nos llamaba de nuevo a orar, esta vez, era la llamada a misa por nuestros difuntos; después, a las doce, con sus nueve golpes de badajo (en tres grupos de tres), nos indicaba la hora del Ángelus. Este toque suponía un gran alivio para nuestra martirizada espalda rendida ya, a esa hora, por el peso del esfuerzo realizado durante la mañana.

Después callaba, como si quisiera respetar nuestro bien ganado descanso mientras dábamos buena cuenta de nuestro humilde cocido castellano.

Por la tarde, otra vez se escuchaba el sonido de la campana: era la llamada al rosario. Con este toque, el pulso de los jóvenes de mi lugar se aceleraba: había que darse prisa, porque el amor esperaba a la salida del rezo. No había, en el pueblo, moza que no acudiera a rezar, ni Romeo que no estuviera puntual a la salida. ¡Era la llamada del amor y la campana había sido su cómplice!

No quiero hacerme pesado, pero es que creo que no es justo que hoy las campanas de mi lugar estén casi olvidadas. Si mis fuerzas me asistieran, subiría hasta la torre y, desde allí, estoy seguro de que vería los huecos de El Esquilín y La Verde, donde alguna araña habrá tejido sus telas sin temor a ser molestada.

¿Por qué están casi olvidadas? ¿Es que ya no necesitamos que nos protejan de los nublados que amenazan con asolar nuestras cosechas? ¿Dónde está el “tente nube, tente tú, que Dios puede, más que tú...”? ¿Acaso la fe de nuestros mayores no merece un recuerdo?

Quiero traer hasta aquí un recuerdo de mi niñez, que demuestra la confianza que nuestros antepasados tenían en las campanas de mi lugar.

Venía yo, muy niño, apresurado junto a mi hermano mayor, por el Camino del Olmillo, pues amenazaba un nublado de los de la “Fábrica ‘l macho”. En esto, nos alcanzó una señora que venía dando gritos: ¡corred, corred y tocad a “tente nube”!, ¿no veis que empieza a granizar? Y la señora, que iba llorando, siguió corriendo. En ese momento, el sonido de La Seca y La Verde llegaba a nuestros oídos con su “tente nube, tente tú, que Dios puede, más que tú”, y el granizo se transformaba en una buena “chaparrada”.

Aquella señora, a la que no quiero nombrar... porque no quiero, se volvió hacia nosotros y, aún calada por la lluvia y las lágrimas, nos dijo: “¿Lo veis? Otra vez las campanas nos han salvado”.

No seré yo el que afirme si era el sonido de nuestras, hoy casi enmudecidas, campanas, o no, el causante de aquellos “humildes milagros”. Lo que sí diré es que si “la fe mueve montañas”, tal vez fuera la fuerza de la fe que tenía la gente de mi pueblo, la que hacía derretirse los granizos antes de llegar al suelo de estos campos de Castilla.

Cuando un hijo del pueblo fallecía, el “llanto” de las campanas le acompañaba desde que comenzaba el acto del sepelio hasta que éste terminaba. Y, si el difunto era niño, también sonaba El Esquilín, anunciando que había un ángel más en la gloria. Y las campanas eran volteadas también en las procesiones, y si había incendio tocaban a rebato y cantaban cuando un niño era bautizado y tocaban, y repicaban, y lloraban...

Yo quiero preguntar ¿tanto hemos progresado, que hasta el sonido de las campanas se nos ha quedado anticuado?


                                     Campanilla de San José     Campana de La Cruz            Campana del Rosario                                                                                          
Reclamo mi derecho a emocionarme al escuchar el sonido de “La Seca”, “La Verde” y “El Esquilín”: Las campanas de mi lugar.

El Pastor

Camporredondo, 2005

jueves, 6 de junio de 2013

El pastor recuerda

El invierno estaba siendo duro, las nevadas se sucedían, las salidas al campo con el rebaño eran difíciles, nieve, hielo… las tareas en el campo se hacían imposibles.

Ante la dura realidad que vivía, el pastor recordaba cuando siendo muy niño, no más de cuatro o cinco años, entre los mayores del pueblo que acudían a jugar la diaria partida de cartas en la cocina -cantina a ratos- en la que él se quitaba el frío sentado sobre el fogón del hogar, escuchó el relato que uno de los participantes, antes de iniciar la disputa por unos cacagüeses (cacahuetes) más la envuelta de vino y gaseosa, fue desgranando con nombres y apellidos.

¿Qué diréis, dijo, que ha hecho Guadalberto (nombre supuesto) hoy? Y ante la expectación despertada comenzó el relato: pues que ha ido Lázaro (no es el nombre real) a pedir trabajo porque lleva todo el mes sin poder trabajar y no tiene nada para dar de comer a sus hijos (en aquel tiempo, 8 ptas diarias y sin horario, sólo se cobraba el día que se trabajaba). Guadalberto le ha dicho: coge el azadón y vamos a cavar la pestaña del cauce de los “picos” (…).

Y a partir de aquí esto es lo que el pastor escribió, sin otra pretensión que dejar patente su tristeza por lo que, unos años antes escuchó. A pesar de los decenios transcurridos, las imágenes siguen presentes...

EL LARGO INVIERNO

Los niños lloraban
porque hambre tenían
la madre buscaba
despensa no había
 los niños lloraban
¡Qué hambre tenían!

En casa del “amo”
el padre acudía
a buscar trabajo…
como cada día
pero era invierno y
 trabajo no había.

Cavar las pestañas
el amo ofrecía
cavar las pestañas
es la alternativa.

El frío en los huesos
sin ropa que abriga
azadón al hombro
al campo partía.

La nieve y el hielo
cavar impedían,
a la casa del amo
el padre volvía.

Si no hay trabajo
soldada no había
¡era por mis hijos
que hambre tenían!

A pedir limosna
él se dirigía para los, sus, hijos
que hambre tenían.

¡Que Dios le remedie…!
¡Vuelva usté otro día!
el hambre no espera
malaya la vida.

Algunos mendrugos
al fin conseguía
que las almas buenas
aún le socorrían.

LA PRIMAVERA

Ya pasó el invierno
¡viva la alegría!
y floreció el campo
y los niños reían.

El sol con sus rayos
el hielo fundía
y se acabó el llanto
y hambre ya no había.

Niños de aquel tiempo
abuelos hoy día
miman a sus nietos
viva la alegría. 

El pastor