jueves, 25 de julio de 2013

Terapia al Belmonte



En este episodio de la vida del joven pastor que quiero contaros, se pone de manifiesto cuándo el miedo, infundado o no, nos limita impidiéndonos desarrollar todas nuestras aptitudes por temor al fracaso.

Éste es el caso de un perro, fuerte como un roble y ágil como una gacela, al que ningún peligro asustaba excepto  las culebras. Esto debía de ser así porque, supongo, cuando un día se encontró ante la disyuntiva de tener que enfrentarse a un problema, que a él le parecía  insoluble, siempre optó por soslayarlo.

El pastor, sin ninguna base científica para ello, pensó: ¿cómo le digo al Belmonte que él es más fuerte que cualquiera de las serpientes que reptan por estos contornos? Y encontró la solución con algo tan simple como la camisa del ofidio. Vean el resultado…
  
LA CAMISA DE LA CULEBRA

Las laderas de San Cristóbal ofrecen un día prometedor para el pastoreo de las ovejas. El pastor ya hace días que lo observa; el verde del césped: ballico, grama, etc. contrasta con la flor del matacandiles, la salvia, el panderillo, la mielga, el quebrantarados, la amapola, la amapea, lechinternas... todo indica que el día será rico en pasto para el ganado y no menos para el herradón que rebosará líquido blanco y espumoso con el que después se hará el riquísimo queso que la mujer camporredondesa elabora.

El camino de acceso a las laderas es largo y angosto, por este motivo se moviliza toda la familia. Temprano el pastor ordeñó y apacentó el rebaño, y después del desayuno toda ayuda será poca para llegar hasta el careo.

Envueltos en polvo blanco que las ovejas arrastrando sus pezuñas levantan, cuatro jóvenes dirigen el hatajo por el camino de Montemayor, hasta La Senovilla. Todo ha salido perfecto. A partir de aquí todo es favorable, día soleado, pasto abundante... el pastor rebosa felicidad al contemplar que hay pasto suficiente para que sus ovejas llenen el bazaco y sobrar. El careo es espléndido.

Sobre la ladera, las ovejas comienzan a extenderse y pastar. Los canes, con su guía, guardan los sembrados de las ovejas que no resisten el desafío que representa el verdor del sembrado contra su gazuza.

Bordeando el primer vallado, entre la maleza de la parte de la solana, perfectamente enroscada, reposa la serpiente que, al verse sorprendida, emprende la huida en dirección a su escondite bajo una gran piedra por donde se perdió. En el trayecto se encuentra el Belmonte, perro fuerte y valiente, pero al que las culebras aterrorizan. El can, en vez de enfrentarse al ofidio, salió corriendo en dirección contraria. Esta cobardía enfadó al pastor que se propuso aplicarle alguna terapia, para así hacerle cambiar de actitud ante posibles encuentros con este género de reptiles.

Imagen tomada del blog de Sofía
A pocos metros del -para el perro- desafortunado encuentro con la serpiente, hay una zarza de atrancaculos (zarzaperruna, escaramujo). Al pasar junto a ella, el pastor observa que la culebra ha aprovechado los pinchos para dejar en ellos su camisa de muda, y se le encendió una luz. Llamó al can, cogió la camisa de la culebra y sin que el perro se diera cuenta, lió un extremo al collar, dejando  otra parte suelta para que aireara.

Cuando el animal se dio cuenta del “peligro” que colgaba de su cuello, emprendió veloz carrera. Tal era el terror que debió sentir aquel animal que el pastor creyó haberse quedado, para siempre, sin la inestimable ayuda que representaba para el gobierno del rebaño. El Belmonte corrió y corrió hasta donde sus fuerzas se lo permitieron. Sólo en ese momento paró y enfrentándose a su “enemigo”, lo cogió entre sus fauces y comenzó una “lucha a muerte” hasta que la camisa quedó hecha trizas. Fue entonces cuando el animal volvió al lado de su compañero de fatigas para no separarse nunca más.

Desde aquel momento, el Belmonte fue el más temible azote de todo tipo de reptiles sin importarle el género ni el tamaño, y siempre la victoria estuvo del lado del perro.

¡Nunca se escribió nada del cobarde!

Camporredondo, Junio de 2007

Y, metido en harina, quiero añadir: ¿algún día, seré capaz de hacer trizas la camisa de mi culebra particular? De momento lo que siento es terror cada vez que la tengo delante.

Palabras en desuso encontradas en este escrito:


PASTOREO.- Acción y efecto de pastorear.


Amapea,  atrancaculos,  apacentar, ballico,  bazaco, careo, fauces, gazuza, hatajo, herradón, lechinterna,  matacandiles, panderillo, pastorear,  pezuñas, quebrantarados, trizas, vallado. Todas estas palabras la encontrará recogidas en el diccionario de Camporredondo en la  parte superior derecha de esta pizarra.

miércoles, 17 de julio de 2013

La tormenta

Permitidme que con la siguiente entrada, una vez más, envíe un emotivo abrazo 
a todos los hombres que nadie les dijo nunca que eran niños


El “curtido” pastor no cabe en sí de gozo. Hoy será un gran día para su rebaño y, por ende, del herradón rebosará blanca y espumosa leche cuando mañana, en el ordeño, enjute las ubres de sus ovejas. Ya hace días que observa cómo las laderas de La Cazuelilla verdeguean, por eso el pastor pensó en un buen careo. A primera hora de la mañana, salvando todos los obstáculos, allí estaba el hatajo con su rabadán al frente. ¡Espléndido! Matacandiles, mielgas, panderillos, ballico... ¡qué gozada! Las ovejas se añurgan, quieren comer tan deprisa que la comida no puede pasar por el gargavero. El Belmonte y el Cadete, sus fieles ayudantes, sin excesivo trabajo, siguen el rastro de la perdiz que entre el yerbajo de los vallados tiene su nido… ¡qué alegría la del pastor!

Mientras disfruta viendo comer a sus ovejas, contempla las cuadrillas faenando en el campo: cuadrillas de mujeres escardan mientras entonan -surco adelante- canciones de ciego; los hombres (el trabajo es más duro) encasillan remolachas; grupos de hombres, mujeres y niños, binadera en ristre, capan; algunos arican; otros rozan achicorias... todo transcurre con normalidad en aquella soleada mañana del mes de Mayo en el campo pero… ¡cómo pica el sol! Seguro, piensa el pastor, que esta tarde habrá tormenta.

No ha pasado mucho tiempo cuando las ovejas, ahítas, formando grupos se amorran, no quieren subir la ladera, se niegan a andar. El Belmonte y el Cadete se emplean a fondo para que, poco a poco, el rebaño vaya abandonando la ladera por el cerral.

Al llegar arriba ya no hay duda: la tarde será ruidosa. Por la parte de Portillo la nube amenaza con sus ramos entre gris y blanquecinos que asustan. A lo lejos destellan los primeros relámpagos. El pastor, conocedor del peligro que entraña refugiarse bajo un pino, aprovecha las hacinas de ramera que abundan en el entorno. Durante el invierno pasado grupos de olivadores agruparon en gavillas y hacinas toda la ramera fruto de la olivación. Con la premura que el momento requiere va  formando una cabaña en la que guarecerse durante la tormenta. Terminando el refugio caen las primeras gruesas y amenazadoras gotas.

Por el Sendero de los Frailes un hombre, muy asustado -los relámpagos y truenos son aterradores- aligera el paso en dirección al pueblo. ¿No te da miedo el nublado? Pregunta al pastor. No señor; pero venga, métase aquí porque si no se va a calar. Miedo dan los relámpagos, truenos y granizos que caen. Las ovejas formando un círculo se aprietan unas contra otras. Ante el aterrorizado caminante, el pastor comenta ¿se da usted cuenta, señor Nicolás, cómo huele la sardinilla y el tomillo cuando les golpea el granizo? El señor Nicolás no responde: ¡Pero no tenga miedo hombre, aquí no nos va a pasar nada! Si cayera un rayo caería en el pino. El rayo entra por la copa, por las ramas se dirige al tronco y por el tronco llega a la tierra, aquí no hay peligro.

Pasada la tormenta, el caminante siguió el camino que por el pinar de Los Hoyos y las eras de abajo conduce hasta el pueblo. Al llegar,  lo primero que hizo fue visitar a los padres del pastor –que tenían su vivienda en la casa de  enfrente-  para preguntar: ¿Cuántos años tiene el chico que va con las ovejas? (ésta fue la expresión que empleó para referirse al pastor). Nueve; respondió la madre, ¿por qué me preguntas eso? Porque jamás pude pensar que un niño de nueve años tuviera que consolarme por el miedo que yo tenía ante la tormenta de hace un rato. ¿Dónde está mi niño? Preguntó la madre con preocupación, cantando estaba cuando le dejé en El Bosque, respondió el señor Nicolás.

Y es que el pastor, a sus nueve años, había recibido tantas clases en la universidad de la vida que ya era catedrático en ciencias de la naturaleza. El pastor, otro día más, llegó a casa entonando canciones que el ciego traía hasta el pueblo… “… dos pastores subieron a un árbol/ al ver la tormenta que se levantó/ y cayendo un rayito del cielo/ a un pastorcillo le carbonizó (…)” y la vida sigue.


Camporredondo, invierno de 2007

Palabras en desuso usadas en este escrito

Ahitar.- Comer hasta hartarse o producir indigestión.
Capar.- Dejar, en cada casilla, una sola remolacha.

Las siguientes palabras las encontrará en el diccionario de Camporredondo en la banda derecha de esta misma pizarra: Amorrar, añurgar, aricar, calar, careo, cerral, encasillar, enjutar, escardar, gargavero, hacinar, hatajo, herradón, olivadores, olivar, rabadán, ramera, sardinilla, ubre, vallado, ballico, verdeguear.

martes, 9 de julio de 2013

El queso de Camporredondo

El pastor no tiene ninguna duda del bajo o nulo interés que hoy puede tener aprender a fabricar queso de forma artesanal, como se hacía en otro tiempo; como lo hacían nuestras abuelas y nuestras madres a las que tantas veces vimos inclinadas sobre el entremijo, presionando con sus manos sobre el cincho rebosante de cuajada para ofrecernos el queso por excelencia. Queso que hoy sería prohibitivo por su precio dado lo costoso de su artesanal elaboración, y porque sólo se aprovechaba la esencia de la leche. Recuerdo el comentario que le hacía un día, a mi madre, el quesero industrial cuando ya dejaba de hacerse en casa: “señora Pepa, no se puede hacer el queso como usted lo hace, porque eso no es queso, eso es esencia de queso. Usted pierde muchas propiedades que tiene la leche y que también valen para queso. De la manera que usted lo hace no me extraña que se lo quiten de las manos. Usted lo tendría que vender a más del doble del precio que lo vende” (…). O sea, queda claro que, también en esto, con la industrialización algo hemos perdido.

No quiero pasar por alto una anécdota –relacionada con el queso- que me ocurrió estando en mi querida Tarragona: el queso siempre me ha gustado. Por ese motivo, mi esposa acudía con regularidad a una tienda famosa por la categoría de sus quesos. Como yo no mostraba ningún entusiasmo ante la calidad del queso que me traía, así se lo hizo saber a la propietaria del establecimiento. Un día le dijo: “vas a llevar a tu marido este queso y ya me dirás”. Pasados los días me preguntó mi esposa: ¿qué te ha parecido este queso? Como mi respuesta no fue de desaprobación, pero tampoco de entusiasmo, así se lo hizo saber a la tendera. Entonces, la tendera, me invitó a que fuera un día a visitarla para saber un poco más sobre el tipo de queso que me gustaba. Mire señora, yo le agradezco que se esfuerce en ofrecerme un queso excepcional pero le diré que lo tiene usted muy difícil: no me gusta el queso con aditivos para resaltar el sabor, para que pique en el paladar, me gusta el queso de oveja, de la oveja que no da más de un cuartillo de leche al día, que se cuaja de forma lenta al lado del fuego de la cocina y para lo que se usa cuajo natural del estómago del cabrito cuando la leche se ha secado. Que después se prensa ligeramente a mano antes de pasar a la prensa y la salmuera el tiempo necesario y en su punto… y ese queso sólo era capaz de hacerlo mi madre y las señoras de mi pueblo. Aquel queso ya nunca más podré saborearlo porque era especial, yo creo que le hacía tan especial la materia prima por supuesto, pero sobre todo le hacía especial su elaboración, las manos expertas y el cariño que ponían en ello, siempre pensando en hacer cada día el mejor queso que se hubiera conocido. Y voy a añadirle más... aquel queso, después de tres años entre aceite, era manjar sólo de dioses. Era algo que sólo estaba al alcance, aunque parezca un contrasentido, de los que carecíamos de casi todo. Con un pequeño trocito en la boca se disparaban todas las glándulas salivares.

Aquella señora, no recuerdo bien lo que me dijo, pero fue algo así como: hoy le entiendo, pero aquello que usted pide creo que ya nunca será posible conseguirlo.

Y pasemos a comentar, lo mejor que sepamos, la manera de elaborar el queso artesanal que hacía mi madre y otras señoras de mi pueblo.

Los ingredientes no eran más, ni menos, que estos: leche de oveja de los años 1940 y 50 –que eran los años en que la oveja todavía no era una máquina de hacer leche- y cuajo natural del estómago del cabrito dejado secar durante el tiempo necesario.

Veamos la forma de conseguir este tipo de cuajo: para conseguir un cuajo grande y limpio, el cabrito solo debería estar alimentado con leche. Explicamos un poco el proceso: cuando paría una cabra, al cabrito sólo se le permitía estar suelto para mamar. Después se le encerraba en un lugar lo más reducido posible para que no pudiera correr y quemar energías e ingerir algo que no fuera leche de su madre. Normalmente este lugar era un cesto bajo el que se le metía, ya que el entramado de bimbres (mimbres) no le impedía ver y respirar. De ahí el dicho: “hala, tú a mamar y al cesto”, que venía a referirse a aquel del que poco importaba su opinión, y su libertad era muy limitada.

Cesto dentro del cual el chivillo pasaba sus largas horas
Debajo del cesto debía permanecer el pobre animal, hasta la próxima toma que, en el caso de la noche, debía hacérsele muy larga. De esta forma, el pequeño animal, cuando se le presentaba la ocasión, llenaba el cuajo a tope. Así un día y otro hasta que adquiría el peso adecuado para sacrificarlo (tal era su destino).

Llegado ese momento se le permitía que mamara hasta hartarse y entonces se le sacrificaba. El estómago (cuajo) repleto de leche se colgaba en una viga de la casa hasta su completa desecación. Así se obtenía el cuajo que añadir a la leche para que ésta formara el queso.

Elaboración del queso artesano

La leche, debidamente filtrada a través de paños apropiados para ello, se vertía en el/los perol/es y se ponía sobre el fogón al lado del fuego que, lentamente, iba templando la leche a la temperatura adecuada. Entretanto la quesera cortará el trozo de cuajo adecuado a la cantidad de leche. Debo decir que si la cantidad de cuajo era escasa, la leche cuajaba mal, pero si era excesiva el queso sabría a cuajo con lo que perdería su categoría, o sea, ¿cuánto cuajo? el justo.

Con el trozo adecuado a la cantidad de leche, y sobre un tazón, se le iba majando y mezclando con un poco de leche hasta conseguir su completa disolución. Era entonces cuando se le hacía pasar por un paño fino y se vertía sobre el perol que contenía la leche y, con una vara adecuada, se iba removiendo hasta que todo quedara bien mezclado.

Cuando iba cuajando la leche, las manos expertas de mi madre, mediante pequeñas presiones, decidían cuando estaba a punto para ser transformada en queso. En ese momento transportaba el perol hasta el entremijo, donde previamente había colocado un saco de lienzo sobre el que vertía la cuajada. Por los agujeritos del paño iba fluyendo el suero y, deslizándose por el entremijo, llegaba nuevamente hasta el perol, que ya había sido situado oportunamente.
Entremijo, herradones para el ordeño y piedras-prensa para un solo queso

Ejerciendo ligeras presiones sobre el talego se iban separando la cuajada y el suero hasta que éste dejaba de fluir. Entonces hacía un aro con el cincho, acorde con el diámetro que quería darle al queso, y lo llenaba hasta rebosar. Con sus manos hacía presión para que la cuajada fuera compactando.

Cuando la artesana decidía que el queso ya estaba suficientemente compactado, tomaba éste y lo pasaba a la prensa donde debería permanecer durante veinticuatro horas.

Prensa y cinchos, detalle
Al día siguiente liberaba al queso de la prensa y lo pasaba a la salmuera donde debería estar sumergido otras veinticuatro horas para pasar después al secado donde ya no había límite de tiempo. Aunque debo añadir que jamás llegaban a secarse porque sus clientes no lo permitían (se lo llevaban chorreando).

Por si algún posible lector decidiera hacerse el queso artesano, queremos dar una pequeña explicación de cómo conseguía la salmuera de que hemos hablado: sobre una vasija -barreñón de barro cocido en las cacharrerías de Arrabal- llena de agua, iba vertiendo sal gorda y a base de remover conseguía su disolución. De vez en cuando introducía un huevo en el caldo y, si éste se hundía, debía seguir añadiendo sal hasta conseguir que flotara. Ése era el momento en que la salmuera estaba en su punto para recibir el/los queso/s.

Seguimos: del suero así obtenido, previa cocción, se obtenían unos buenísimos requesones. También había personas que se llevaban el suero para el desayuno, como sustituto de la leche (eran años muy difíciles, para unos más que para otros, con lo que unos degustaban -también en aquel tiempo- el queso y otros desayunaban el suero).

Con el suero sobrante se amasaba la harina de cebada para los marranos y el resultado era excelente: cerdos cebados en tiempo récord.

Muchas fueron las horas que la señora Pepa, mi madre, pasó apretando sus manos sobre el cincho con el esfuerzo que aquello representaba. Para ella y todas las señoras que elaboraban queso en Camporredondo va nuestro reconocimiento y cariño. Os estaremos eternamente agradecidos por todo el amor que nos disteis y el esfuerzo que por nosotros realizasteis.


Palabras de uso poco corriente usadas en este escrito

BIMBRE.- Varita flexible que produce la bimbrera, con el que se producen cestas y más cosas. >Mimbre.
CABRITO.- Cría de la cabra hasta que deja de mamar  >Chivillo.
CESTO.- Cesta grande de altura variable (menos del metro hasta bastante mas), mas alta que ancha, fabricada en mimbre. Su empleo era muy amplio por lo que nos limitaremos a decir que debajo de él se metía al cabrito.
CINCHO.- Cinturón de esparto tejido, de unos dos metros de longitud por unos ocho a diez centímetros de ancho, rematado en un largo atillo para dar forma y dimensiones al queso.
CUAJADA.- Parte caseosa de la leche que por la acción del cuajo y el calor, se separa del suero y de la que se hace el queso.
CUAJO.- Estómago del cabrito que, una vez lleno de leche -deshidratada- da nombre al producto que añadido a la leche fresca hace que esta cuaje para poder transformarla en queso. (Hablo del cuajo natural). Hay otros cuajos.
CUARTILLO.- Medida de capacidad, en desuso, cuarta parte de la azumbre, equivalente a 504 ml.
CHIVILLO.- Cría de la cabra hasta que deja de mamar. >Cabrito.
ENTREMIJO.- Mesa de madera, especialmente diseñada para la elaboración del queso. >Expremijo.
MAJAR.- Triturar una cosa por medio de presión o golpes. En este caso machacar el cuajo para añadirle a la leche.
PEROL.- Puchero grande, de porcelana, que tenía aplicaciones especiales, entre otras la de servir para cuajar la leche.
REQUESÓN.- Exquisitez que se obtiene haciendo hervir el suero resultante de hacer el queso. Por hervir el suero éste se corta, quedando por una parte el requesón y por otra la parte líquida que es prácticamente agua.
SALMUERA.- Agua a la que se va añadiendo sal hasta obtener el grado de salinidad que conviene al uso que de ella se quiera hacer.
SUERO.- En la elaboración del queso; parte líquida que queda después de separarle de la cuajada.
TAZÓN.- Recipiente mayor que una taza, de forma semiesférica y sin asa. >Bol.


Camporredondo, Enero de 2002
El pastor





martes, 2 de julio de 2013

Nostalgia del pastor

A la memoria de dos jóvenes segadores a los que tanto quise y a los que tanto debo,
mis hermanos Alfredo y Adolfo
EPD

A UN VIEJO AMIGO

La primavera fue generosa en lluvias. El campo, ocre, luce espléndido en el término de Camporredondo. Bajo la protección que ofrece la extraordinaria cosecha de cereales, canta sin cesar la codorniz. El viento provoca pequeñas marejadillas sobre el mar dorado  de la espiga madura. Los segadores descolgaron, del “sobrao” de la casa, su bolsa para los “hocinos” (hoces) y con la afiladera dejan el filo digno de la mejor navaja barbera. El mes de julio comienza y no deben descuidarse: el verano será largo y  las tormentas pueden arruinar y dar al traste con la ilusión que este año el agricultor camporredondés tiene, al ver recompensado su esfuerzo con la cosecha que se muestra ante sí.

Entre las ocho y las nueve de la mañana, por la cañada de Carramambres aparece el burro aparejado con su albarda, sobre la que porta las aguaderas que, hoy, contienen algo más que agua. En sus senos, viaja el almuerzo para dos jóvenes segadores quienes, desde que el alba amaneció, se esfuerzan para recoger, en haces, el cereal fruto de su esfuerzo.

Al llegar al rastrojo el burro, con su carga, guiado por el motril, los segadores se dirigen a la “pobera” bajo cuya sombra darán buena cuenta de la sopa de ajo y los huevos fritos o lo que quiera que aquella mañana corresponda para reponer las fuerzas perdidas.

La “pobera”, esta vez, es la sombra de un frondoso almendro. Sus hojas brillan bajo los rayos del sol, de los que preserva a los jóvenes segadores. Bajo su sombra descansarán cada vez que deban afilar hocinos; bajo su sombra almorzarán y comerán y cuando, rendidos por el esfuerzo, sus párpados se cierren un rato a mediodía, allí estará el almendro desafiando a los hirientes rayos del sol.

Quizás fuera este mi primer encuentro contigo, Almendro de Carramambres. Allí estabas tú, junto a otros cuatro hermanos tuyos erguido, desafiante, fuerte y generoso en tu fruto. Allí estabas cuando yo fui creciendo y con otros niños acudía a recoger el fruto que tus dueños pudieran haberse dejado entre las cepas que te circundaban. Allí seguías tú, siempre orgulloso, cuando fui haciéndome hombre y, mientras mis ovejas pastaban, tú me cobijabas bajo tu potente sombra. Allí te recuerdo desnudándote de tu verde uniforme cuando un día primero de noviembre, Día de Todos los Santos, envuelto en mi manta pastoril, bajaba con mi rebaño por la cañada camino de casa. El día era frío y ventoso. La gente de mi pueblo se apresuraba por el camino del cementerio, después de visitar a sus seres queridos. Al llegar a tu altura, descubrí que te habías desprendido de tu hermoso vestido verde como si, a partir de ese momento, no quisieras privarnos de los rayos del sol, pues el invierno ya se oteaba a lo lejos.

Me acerqué a ti y allí estaba tu abundante y verde ropaje como alfombra que quisieras ofrecer a quien lo necesitara. Mis ovejas comenzaron a ingerir aquel apetitoso pasto y, poco a poco, hoja a hoja, fue desapareciendo aquel hermoso tapiz. Allí quedaste desnudo, pero fuerte, frente a las inclemencias de aquel invierno en la meseta castellana.

Éste es el último recuerdo que guardo de ti, Almendro de Carramambres. Después, mi camino se separó del tuyo. Yo dejé de disfrutar de tu protectora sombra, cambiando la alforja y la manta por otras herramientas que se ofrecían más prometedoras.

Tardé mucho en volver y, cuando lo hice, volví a recorrer los mismos caminos que, de joven, me llevaban hasta ti. Pero esta vez tuve que hacerlo a lomos de un burro de acero, de los que no sienten. A lo lejos te vi: tú ya no eras el mismo. Supe que habías sido abandonado; te imaginé luchando por mantenerte fuerte y sano, pero tus fuerzas irían debilitándose hasta que, un día, la sangre dejó de fluir por tus venas y tus ramas, cansadas, dejaron de florecer. Tuve que esperar a que los brazos de acero impulsadas por energías que matan segaran la cosecha de la misma finca de mis primeros recuerdos y, entonces, me acerqué hasta ti. Tuve que hacerlo sin pisar el mismo suelo que pisé cuando te encontré  por primera vez. Mis piernas, igual que te pasaba a ti con tus raíces, ya no soportaban el peso de mi cuerpo. Cuando llegué hasta ti, me di cuenta de tu soledad. ¿Por qué te habían abandonado? Los insectos devoraban tus entrañas. Sobre tus debilitados  brazos el trabajo de un ave había perforado hasta llegar a tu corazón y allí había anidado. Pero allí, erguido sobre tus carcomidas raíces que, cansadas de sostenerte, casi te habían condenado a caer abatido, estabas más bonito que nunca.

Rápidamente solicitamos permiso para que no sufrieras la humillación de verte derrumbado. Te limpiamos, expulsamos de tu cuerpo a todos los parásitos que se aprovechaban de tu indefensión y, como tu gran corazón aún latía, hoy campeas con orgullo aquí, en el parque dedicado a los niños que sigues soportando sobre tus poderosos brazos, a los que suben y bajan sin ningún miedo, pues sigues siendo fuerte como un… almendro.

Te conocí cuando niño y fui haciéndome mayor a tu sombra. Te abandoné y he vuelto y muchos, muchos años después de que yo vuelva a irme, aquí seguirás, en la plaza de nuestro pueblo, haciendo las delicias de nuevas generaciones…

ALMENDRO AMIGO



CAMPORREDONDO
Octubre de 2006
G. Busto García