viernes, 18 de octubre de 2013

El color de la sangre

Vientos de miseria recorren la Península Ibérica de norte a sur y de naciente a poniente. El siglo XIX no se caracterizó por su abundancia en bienes materiales. 

Comareba; pueblo del norte de esta España de nuestros amores, es uno más de los pueblos donde falta mucho para tener poco. El joven Marcelino cada día sale a la puerta de la casa del pueblo con el ánimo de otear en todas las posibles direcciones a tomar en busca de un porvenir que allí no se le ofrece. Aquella tarde, el joven dirigió su mirada hacia el sur y, quizás atraído por la creencia de que en aquella dirección hay mejor clima, tomó su decisión. 

A la mañana siguiente, Marcelino aparejó la mula y, sin más que unos utensilios de cocina (nunca se sabe lo que se puede necesitar) y un ligerísimo ajuar (no había más), subió a su lomo y emprendió viaje rumbo sur, sin saber dónde parar. 

Tal vez aquel día, cuando arribó a El Sotillo, el sol tocara su ocaso, o quizás sintió la necesidad de reponer las fuerzas perdidas en su largo viaje. El caso es que aquí se apeó de su cabalgadura para no volver a subir nunca más; como no fuera con la yunta para comenzar su vida de agricultor, pues allí comenzó su larga y fructífera carrera de agricultura en la que se doctoró, cum laude. 

Marcelino comenzó como jornalero del campo, pero sus valores y dotes personales no pasaban desapercibidos. Pronto, el amor llamó a su puerta, conquistó el corazón de una joven del lugar y fijó su raíz pivotante en el feraz suelo de El Sotillo. De aquella raíz fueron brotando otras hasta formar un árbol frondoso, poblado de ramas cuya sombra cubre hoy todo el pueblo. 

El árbol que Marcelino plantó era fuerte, recio… el campo estaba bien cultivado, sus semillas se propagaron con mucha rapidez y el espacio fue quedándose pequeño. 

II 

Altagracia fue la mayor de la amplia familia. Desde su más tierna infancia tuvo que ganarse el sustento suyo y el de sus hermanos menores. Los días en los que su colaboración en las tareas agrícolas no se hacía imprescindible, acudía a la escuela. Allí aprendió las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Con eso ya era suficiente para abrirse camino en la vida. 

Altagracia manejaba todas las herramientas agrícolas… la binadera, también el azadón, y la hoz, y acarreaba la mies, la trillaba y manejaba la máquina aventadora y llenaba los costales de grano para subirlos al desván de la casa. Así, cumplió 14 años. 

Pero la familia seguía creciendo ¡había que abrir el campo! Y Altagracia fue enviada a la academia para licenciarse en el único título al que podía acceder la mujer rural en aquel tiempo: ¡Sus labores! Y aprendió el corte y confección ¿cuál si no? El título conseguido hubiera servido si en el entorno de Altagracia hubiera habido medios suficientes como para acudir a la modista (en ello se doctoró), pero no era posible. Los años pasan, en el campo castellano los milagros no existen, las necesidades crecen y las soluciones no llegan. Tal vez el espíritu aventurero de su bisabuelo, la empuja a emprender nuevas aventuras y, ayudada por su familia, un día subió al tren para abrirse camino en la gran ciudad. 

III 

Los periódicos de la capital recogen en titulares el nombre de una familia ilustre: Don Santiago del Pino y del Olmo, marqués de las quince Sicilias, señor de no sé cuántas casas nobles y descendiente del rey Fernando I de León. 

Hasta esta casa llegó Altagracia recomendada por los selectos contactos que la aristocrática familia tiene (hasta esta casa no puede llegar cualquiera). Altagracia reunía todo lo que una familia ilustre podía desear: era elegante, tenía toda la frescura del campo castellano, era guapísima, sabía cocinar y, por si fuera poco, era modista de primera línea. Altagracia era una joya, era digna de un trono… quizás le faltara la sangre real. 

Los años transcurren, la sirvienta ya es como una más de la familia, los “señores” así la consideran pero… es plebeya. Hay que mantener, siempre, cierta distancia con el vulgo. Tal vez podría, erróneamente, ilusionarse y olvidar sus orígenes. Cada uno tiene su lugar en la sociedad y éste no puede ser el mismo para los señores y la servidumbre. Ella siempre sería Altagracia –chica de pueblo- y su nombre nunca podría relacionarse con los llamados a pertenecer a la selecta “alta sociedad”. 

IV 

La naturaleza no entiende de colores en la sangre. Ella marca los tiempos y el ser humano jamás pudo hacer nada contra sus normas. 

Altagracia es una “princesita” cuya belleza no pasa desapercibida. A ella la naturaleza le dotó de todas las gracias que una reina debería reunir. Y como las reinas, -que también se enamoran- se enamoró, y su amor fue, no sé si correspondido o… el capricho de un descendiente de “sangre real”. Los jóvenes disfrutaron las delicias del amor sin pensar que por sus venas corría sangre, según las normas establecidas en aquel tiempo, de distinto color. Fruto de aquella relación, Altagracia quedó embarazada. ¡Qué deshonor: joven, bonita, soltera, sirviente y embarazada! 


La alarma cundió entre la aristocrática familia y buscó solución a su grave problema: como una familia de alto rango no puede estar sin su confesor privado (todas las familias reales deberían tener su confesor particular y director espiritual), en las manos de este extraordinario ser dejaron lo que debería ser el futuro del fruto de aquel pecado que, “solamente” Altagracia, una chica de pueblo, había cometido. 

Y el director espiritual decidió que lo mejor era no “manchar” el buen nombre de aquella familia, sobre el que una chica, plebeya, vino a echar un borrón. 

Altagracia fue internada en un convento para continuar adelante con su pecado. Nadie tenía que enterarse de la desgracia que sobre la familia había caído; por la mala inclinación de una “descarriada jovenzuela”. 

Y llegado el día, de lo que debería de haber sido un feliz alumbramiento, nació, con la única compañía de su madre, un encantador angelito… sin padre. Eso debería ser un secreto que jamás debería ser desvelado por nadie ¡qué humillación para el buen nombre de una familia descendiente de reyes! Así, las primeras semanas madre e hijo las pasaron en el internado. 

Quizás la proximidad al lugar del pecado aconsejó el alejamiento de la pecadora, y Altagracia y su fruto volvieron a El Sotillo, lugar en el que faltaban medios materiales, pero había más calor que allá en los fríos muros de conventos y castillos. En El Sotillo había amor a raudales. 

VI 

La niña bonita e inocente que marchó en busca una vida mejor quedó encerrada entre los helados muros de los claustros aristocráticos. La que volvió a El Sotillo fue una joven madre, curtida por las batallas crueles que se libran a diario entre las frías paredes de los falsos hogares de la ciudad. Hasta El Sotillo volvió una leona castellana con un único objetivo: el fruto de su “equivocado” amor nunca sería príncipe azul, pero gozaría de todos los privilegios que pueda gozar un príncipe, y del amor puro y simple que no entiende de títulos nobiliarios. 

Altagracia fijó su residencia en una ciudad próxima. Allí, en una habitación con derecho a cocina, instaló su taller de costura y, con una vieja máquina que su madre le regaló, comenzó su nueva profesión como modista, pero, sobre todo, como madre única y responsable del fruto de su amor. 

Pronto el trabajo de Altagracia comenzó a destacar entre la más selecta sociedad urbana. Ella no descansaba con tal de que su hijo disfrutara de todo lo que pudiera disfrutarse en el tiempo en el que le tocó vivir, además de no privarle del cariño y atenciones que un niño necesita. Altagracia jamás tuvo horario de trabajo. Sólo el agotamiento le llevaba a dejar su tarea diaria. La concentración que su trabajo requería iba haciendo mella en su, otrora, arrolladora fuerza física. Los dolores de cabeza hicieron aparición y fue necesario recurrir a analgésicos que consiguieran mitigar su malestar. Cada mañana, con el desayuno se hacía imprescindible una primera dosis de medicina con la que iniciar el día. 

Entretanto, en la gran ciudad, un “aristócrata” se prepara para estar a la altura que su estatus exige. Conseguirá doctorarse en todo aquello que más interese al rango familiar que ostenta y seguirá apareciendo en revistas y fotos de familia en las que cada uno alzará los títulos conseguidos. Pero en sus fotos jamás podrá rellenar el hueco en blanco que ya siempre aparecerá. 

VII 

Sólo cuando Altagracia había cumplido con su deber de madre, el amor volvió a llamar a su puerta, pero quizás fuerzas superiores decidieron que ya era tarde para volver a empezar y, cuando aún era joven, la llama que día y noche permaneció encendida no pudo resistir más y, silenciosamente, sin ninguna queja, como había sido su vida, se apagó. 

VIII 

Una simple nota en la prensa se encargó de difundir la noticia, pero fue suficiente para que el cuerpo sin vida de Altagracia fuera velado por todas las gentes buenas que tuvieron la suerte de conocerla. 

El féretro de Altagracia fue cubierto de rosas inmaculadas, rosas de los campos de su Castilla para una reina sin trono, pero por cuyas venas, aunque nunca lo publicara la prensa, corría sangre real. 

Altagracia transformó las lanzas que sus antepasados usaran en largas contiendas durante la Reconquista, en agujas enhebradas con hilos de seda. Con ellas, creó vida. 

No sé si algún día los descendientes del rey Fernando I recogerán las lanzas que, quizás, sus antepasados les dejen como testigos de sus grandes gestas, con el mismo orgullo que el hijo de Altagracia recoge las agujas, todavía enhebradas, que su madre guardaba, quién sabe si porque quizás algún día a su hijo, descendiente de los Infantes de Lara, nietos de Ramiro II, le hicieran falta. 

Y, por si alguien algún día leyera este sentido homenaje a Altagracia, sólo me queda una pregunta: si ante sus ancestros llegara este escrito, ¿quién se sentiría más orgulloso: Fernando I o Ramiro II? 

Orgulloso se siente… El Sotillo.
Gaudencio Busto García










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