lunes, 28 de octubre de 2013

Un rato con mi hermano

Oye Javier:

Mientras tú estás ahí –tumbadazo- y no sé qué hacer, porque no puedo hablar contigo; ya que un cristal grande que han colocado entre tú y yo me lo impide, ¿sabes lo que he hecho? Pues he pulsado la tecla ON, que te digo que no sé lo que es, pero que ha puesto en marcha una película que comenzamos a rodar hace muchos, muchos años.

En la primera secuencia de la película aparece una habitación grande, muy espaciosa. En ella hay una barra de bar en la que no hay ninguna actividad. Tras ella una puerta que da acceso a plantas superiores. Sobre el centro de la sala, convertida en dormitorio, hay dos camas separadas por una mesilla de noche. En la cama más próxima al balcón hay acostado un niño. Sentado en la cama de al lado, otro niño, más pequeño, tirita de frío. Pero allí se mantiene firme: acompaña a su hermano que está enfermo y, aunque la fiebre no es alta, le hace delirar y parece muy asustado. De repente empieza a removerse en la cama: unos seres extraños se le aparecen y quieren asustarle.

¡Que me cogen! ¡Que me cogen!, grita el niño enfermo, ¡desatadme las piernas!

El niño pequeño mira asustado hacia la puerta del “sobrado”, que es por donde viene el miedo, y grita:

¡Madre, sube, que Javier tiene mucha fiebre!

La madre sube corriendo, toca la frente al enfermo y dice:

No. No tiene mucha fiebre, es que delira. Tú sigue aquí con él que yo tengo mucho trabajo.

Esta escena se repetía siempre que por cualquier circunstancia hiciera aparición la fiebre.

¡Oye! Se está repitiendo la historia. Tú ahí acostado y yo velándote.

Quién lo iba a decir, entre tú y yo, tú siempre has sido el más fuerte. Pero, oye, yo siempre más valiente que tú. Sí, ya sé que no estás de acuerdo, pero es verdad. Si no, a ver ¿qué hago yo aquí ahora? ¡Pues lo mismo que entonces! Sólo que ahora se joden aquellos fantasmas que tanto te asustaban y aquellos seres extraños que te ataban los pies. Y si crees que están, no tienes más que decírmelo, que ya verás que pronto se arrepentirán de hacerlo.

La película avanza y aquellos dos niños del dormitorio aparecen sentados en un pupitre a la puerta de la universidad, -nuestra universidad-. Los dos sostenemos, uno de cada lado, un libro enorme. Este libro creo que era el de consulta del maestro, porque el más gordo que nosotros usamos fue el de Dalmáu Carles Pla (enciclopedia grado medio) y no era tan voluminoso. La foto la conservo aún como recuerdo de nuestro ingreso. Bueno, en realidad el que ingresaba era yo, porque tú llevabas ya tres años de carrera.

La foto me hace recordar lo que nos quería y cuidaba la Pepa, parece que la estoy viendo liarnos la bufanda para que no pasáramos frío ¡Qué valiente era!

¡Oye! ¿Te vas dando cuenta de la memoria que tengo? Pues ya verás, porque esto no es más que el comienzo.

Ahora la película reproduce una escena en la que estáis jugando al fútbol en la plaza. Faltaba poco para las tres de la tarde; patadón que diste a la pelota y esta fue a estrellarse contra un cristal de la ventana de la clase de las chicas. El cristal cayó hecho añicos y apareció el maestro –D. Marcelino-.

¿Quién ha sido? preguntó. Ha sido Javier, alguien dijo, y él te dio una torta. Tú te sentiste humillado y con rabia dijiste:

¡Ya verá cuando venga mi padre! ¡Pobre inocente! No querías aceptar que tu padre casi nunca estaba, aunque en ese momento, como en tantos otros, le necesitabas.

El objetivo de la cámara enfoca bajo el colgadizo de la trasera: unas tablas de cajón de los del tabaco, un serrucho, puntas sacadas de otros cajones, unas tenazas, un martillo y otra vez dos inexpertos carpinteros tratando de hacer un dornajo. Dornajo que nuestra madre nos encargó para echar de comer en él a los marranos. ¡Vaya faena! El serrucho no cortaba, las puntas se doblaban y el dornajo no aparecía por ninguna parte. En esto te apareció el genio, la vena Criado que llevamos dentro y, tablas, martillo, tenazas y puntas fueron a estrellarse contra la pared del corral del vecino.

Por aquel tiempo el maestro, D. Marcelino, os mandaba como deberes a los mayores, que hicierais un diario que después leeríais en clase por la mañana. Bueno, pues no te cortaste un pelo y relataste, con todo detalle, la “tragedia” del dornajo en tu diario del día siguiente. Pero claro, dijiste: “...y como no nos salía lo tiramos contra la pared (...)” Entonces yo, que desde mi más tierna infancia he tenido muy desarrollado el sentido del ridículo (no sé si es bueno o malo), me levanté y dije: ¡D. Marcelino! el que tiró todo contra la pared fue él. Lo cual fue una tontería, porque si bien es cierto que fue así, los dos estábamos implicados. Lo que pasaba es que yo no hacía más que sujetar donde me decías porque yo era muy pequeño.

Otro día nos encargaron que hiciéramos un tabique-pared en el corral y tú no querías hacerlo. Entonces yo, con mi inocencia digo: ¡pues lo hago yo! Nos liamos con él, tú hacías cemento y yo ponía ladrillos y ¿sabes una cosa? Pues que hoy, después de más de sesenta años el tabique–pared sigue intacto, tan firme como el primer día. Aquí, como te conozco, dirás ¡porque vaya cemento que hice! Pero tú sabes que no, que todo es gracias a lo bien que yo puse los ladrillos. Tú más fuerte, pero yo más manitas.

La película, nuestra película, transcurre ahora por el camino de El Caño: un carro con cajón, tirado por una yegua torda que, además, era tuerta, se dirige hacia La Requijada. En el carro dos seres diminutos, un azadón, una pala y un hacha de boca y peto y la ilusión de traer leña para la –hoy desaparecida- cocina económica F. Salgado, tipo Bilbao nº 6.

Como no hay escuela (así se decía), dijo madre: cogéis el carro y os vais a por leña, que ya no hay. Camino adelante llegamos hasta La Requijada, donde nos encontramos con un monstruo en forma de tocón. Rápidamente, cogiste el azadón y la pala y dejaste al descubierto la raíz pivotante, cortando las rastreras según iban apareciendo. Pero al llegar a ésta, que parecía de acero, por más que lo intentabas no había forma de que cediera. Yo poco podría ayudarte, porque no podía ni levantar el hacha. El trabajo era tuyo porque, además de ser el más fuerte, ya tenías doce años.

Ante la imposibilidad de derribar a aquel monstruo con el hacha grande, optamos por buscar una piedra ¡bendita inocencia! Con ella pretendíamos derribar aquella columna anclada al suelo. Como a los impactos de la piedra vibraba la mole, creíamos que rompería. ¡Lo que hace la inocencia! No tengo que recordarte lo que pasó.

En esto, como caído del cielo, apareció Pascual Marinero Medina, el pastor que, por aquel tiempo, estaba en casa. Hombre fuerte donde los hubiera, cogió el hacha, cortó la raíz, sacó el tocón del hoyo y nos lo hizo leña para la lumbre en un momento. Cargamos la leña en el carro y todo ufanos y orgullosos regresamos a casa. ¡Habíamos conseguido leña para el cocido y las patatas!

¿Te acuerdas de todo esto que te estoy contando? Seguro que no. Pero si no fuera por este cristal que nos separa, intentarías llevarme la contraria. Y es que no puedes admitir que tengo mucha mejor memoria que tú.

A ver qué te parece esto: tendrías catorce años y como aquél día no había escuela, yo fui contigo con las ovejas. Tenías que llevar un queso al guarda, quien te esperaba nada más subir Carramambres. Cuando nos acercamos, un perrito blanco que llevaba comenzó a ladrar. Entonces, el guarda, del que no te digo el nombre porque no quiero, le hizo una señal con el dedo sobre los labios para que callara y el perro, sin más, obedeció. A nosotros aquello nos llamó mucho la atención por lo bien enseñado que estaba aquel animal. ¿Qué no te lo crees? Pues fíjate lo que te digo: podría señalarte el sitio exacto con un error de no más de veinte metros. Tú, como nunca has dado importancia a las pequeñas cosas cotidianas, por eso no te acuerdas. El encuentro fue nada más pasar el Tieso Grande al entrar en los primeros pinos negrales que hay a mano izquierda y que, entonces, eran mucho más pequeños, ya sabes que hace más de sesenta años.

Hace sólo unos cuantos días estuve en un sitio que siempre me renueva las imágenes. El lugar es el Tieso Grande o Tieso de la Legua. Las ovejas pastan tranquilamente. Yo, como tantos días, te acompañé para después echarte una mano por sitios más estrechos y difíciles y mientras pastan las ovejas nosotros construíamos trenes de piedra que hasta echaban humo, esa era nuestra ilusión. En esto, una liebre molestada por las ovejas arranca en dirección a las tierras de labrantío. Como aquello no era su perdedero natural, al llegar a la primera cantera -todavía sé la que es-, se bajó y allí se quedó amonada contra la tierra, muy segura ella de que allí estaría a salvo. Lo que no sabía, la liebre, es que La Chica, la hija de La Sevilla, seguía su rastro y, cuando quiso darse cuenta, la perra ya la tenía entre sus afilados dientes. Para que voy a recordarte nuestra alegría ¡que orgullosos llegamos a casa con nuestro trofeo!

No fue lo mismo de alegre otro día que quedamos que yo saldría a esperarte al Arroyo de Los Machos para pasar las ovejas por el camino que une la cañada de la ermita con el sotillo de abajo, pues allí había un gran careo de amapolas -con lo lecheras que son- y pensamos que si carros, animales y personas pasaban por aquel camino, las ovejas también podrían hacerlo. Conscientes de nuestro derecho a usar el camino, no lo dudamos ni un momento, a pesar de que el guarda charlaba animadamente con el señor Teodosio en la huerta de éste. No habían comenzado las ovejas a ingerir las amapolas cuando se acercó el guarda y, libreta y lápiz en ristre, te tomó tus datos y número de cabezas de ganado que llevabas y nos multó, pues no hubo razonamiento posible. ¡Él era la autoridad! y nosotros sólo unos niños que teníamos la obligación de ganarnos el sustento cada día. ¿Qué quién era el guarda? Yo te lo diría, pero es indigno de figurar aquí. Sólo te diré que tenía apodo y no era el tío Piluque.

¡Hay que joderse que vida más puta! Como éramos niños, pues todo el mundo creía tener derecho a abusar de nuestra indefensión.

Para poder pasar toda la película necesitaría muchas horas. Pero no se me permite, pues a esta parte del cristal, donde yo estoy, está llegando mucha gente que son amigos y perturban un poco las imágenes. No obstante quiero repasar aquella escena que ocurrió en los testerales del canalizo. 

Allí, un día, tú de pastor y yo de zagal encontramos un nido de perdiz. Sin decir nada a nadie, con las cerdas de la cola de la yegua hicimos una percha, la colocamos y como nuestra experiencia era escasa, la perdiz siempre que nos acercábamos salía triunfante. Pero un día, por la mañana, volvimos a pasar y la escena volvió a repetirse. Colocamos de nuevo la percha y por la tarde me dijiste: Acércate a ver si está.

Al acercarme el animal quiso repetir anteriores escenas pero esta vez quedó atrapada en la percha y, para qué quiero contar lo que fue nuestra alegría ¡lo habíamos conseguido!

Cuando llegamos a casa tú solo relatabas las tonterías que yo diría cuando cazamos la perdiz, entonces yo, herido en mi amor propio -pues todos se reían a mi costa- también quise que supieran tu reacción y acabamos enfadados ¿no te acuerdas verdad? Pues fue así, y no te digo las cosas o aspavientos que hacíamos porque no me da la gana ¿te enteras?

Bueno, fuerzas mayores que tú debes saber, hacen que pare aquí la proyección, quizás algún día siga porque la película de nuestra vida es de larga duración y aún queda carrete. Ya sólo voy a pasar un par de actos porque me cuesta parar la proyección.

Hubo un día, otro de tantos que yo iba de zagal, y por la mañana estuvimos por el bosque hasta eso de las once de la mañana. Como no había careo –no había más que tomillo, ramera y poco más- se te encendió una luz y dijiste: Vámonos por la cañada hasta el coletillo, que allí hay mucha hierba. Y, sin pensarlo más, para allá nos encaminamos.

Por aquel tiempo había un enorme pez de piñas al final de la nava de abajo y, para guardarlo, estaba un matrimonio que, dentro de un chozo habilitado como residencia, pasaban día y noche. Esto lo sabía todo el mundo y nosotros también. Pero lo que no sabíamos es que dentro de la cabaña, ese día, también estaba el guarda del pinar. Cuando nos acercamos y le vimos salir se nos heló la sangre. Y es que aquello estaba vedado. Escribió la multa, pero gracias a la mediación del guarda de las piñas todo se arregló con un queso pero, el susto primero no nos lo quitó nadie. ¡Pobres criaturas!

Y ya como final, -porque es que no te cansas-, quiero referirme a aquella vez, seguro que de esto sí que te acuerdas, en que nos quedamos con dos palmos de narices. Por entonces ya estábamos más creciditos y, aunque no teníamos novia, pues ya nos gustaban las chicas. En casa teníamos dos hatajos de ovejas, uno lo dirigías tú y el otro yo. Era domingo y, como siempre, porque comieran un poco más las ovejas nos retrasamos más de la cuenta y a toda prisa apacentamos, nos cambiamos de ropa y enfilamos calle abajo para ver si podíamos echar un bailecillo en el salón o, por lo menos, ver a las chicas. Pero sí, sí. Quizás nuestras ovejas, aquel día, dieran un poco más leche que de costumbre, pero el baile tuvimos que dejarlo para otro domingo pues, cuando llegábamos al principio de la iglesia, antes de llegar a la Calle del Humilladero, el baile terminó y a nosotros, supongo que un poco desilusionados, no nos quedó otro remedio que dar media vuelta y volvernos a casa ¡Viva la juventud!

He cortado nuestra película Javier, ahora estoy en la iglesia, esperándote. Un grupo de hombres, fuertes como robles, te ayudan a llegar hasta el altar ¿es que tú no puedes? Pasan a mi lado y ya no puedo verte. Por si era poco el cristal que hasta hace un rato nos separaba, ahora te han cubierto con una capa que me impide verte. A partir de hoy tendré que imaginarte pasando por delante de mi ventana, de la casa donde nacimos y crecimos juntos. Si vieras Javier, la iglesia está llena a rebosar y es que la gente te quería. Tú querías jugar a ser duro pero tu corazón te lo impedía.

El cura comienza a prepararnos tu despedida y me deja un poco preocupado, ha hablado de problemas de salud que venían aquejándote ¿qué era lo que te pasaba? ¿Había algo anterior que yo no supiera? ¿Quizás he entendido mal? Yo siempre te veía fuerte, me parecías casi eterno.

Me he quedado muy triste después de oír, al cura, constantemente apelar a la tristeza de tu esposa, tus hijas y tus nietas por haberte perdido y es que es totalmente cierto. Pero ¿y tus hermanos, Javier?, ¿es que tus hermanos, los dos que quedan, no están tristes? ¿Desde cuándo el haber mamado de los mismos pechos dejó de ser importante? Algunas veces te escuché decir: “mi familia son mi mujer, mis hijas y mis nietas”. ¿Por qué tenías necesidad de decirlo? Pues yo voy a contestar por ti: era porque dentro de ti, -en esos momentos difíciles que como todo ser humano hemos tenido- algo dolía y eran tus raíces que estaban entrelazadas a las de tus hermanos. Por eso quiero decirle enérgicamente, al cura, que un hermano no puede quedar encuadrado como “resto de la familia”.

Verás cómo lo entiendes enseguida. Para tus nietas se ha ido al cielo su abuelo, para tus hijas su padre, para tu esposa su marido y para mí se ha ido al cielo mi hermano. ¿Te das cuenta de que no importa el nombre? Y cuando el mundo se acabe, tú y yo seguiremos siendo hermanos y no “el resto de la familia”.

Ha seguido la ceremonia de despedida y el oficiante ha dicho: “daos fraternalmente la paz”. Sólo ha habido a uno al que nadie se la daba, por eso he empujado mi silla de ruedas y me he acercado hasta donde tú estabas y con un beso, sobre la superficie fría y dura que envuelve tu cuerpo, he deseado que la paz sea con mi hermano, tú, hasta la consumación de los siglos.

Como tantas veces te acompañé por el camino de la Carabina, esta vez también quise hacerlo. Sólo que, a diferencia de cuando íbamos con las ovejas, esta vez no quisiste volver y allí te has quedado esperando a tu HERMANO ... Gaude.




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