sábado, 6 de abril de 2013

El alcaraván

Hace tiempo que el joven pastor se ha fijado un reto con el alcaraván: el pájaro, con su facilidad para mimetizarse, lucha para que no le descubran ni a él ni a su nido. El pastor, empeñado en que si la zorra no fue capaz de descubrir al alcaraván, él sí que lo conseguirá.

Cuando el hatajo llega a La Navilla (en su parte sur-este), en la zona habitada por el alcaraván, el pastor va recordando cuando con motivo de la fiesta que en primavera celebraban los animales del bosque, mantenían sus competiciones en las que demostraban las habilidades de cada uno. Entre estas competiciones se encontraba la que establecieron el alcaraván y la zorra: cuentan que en una de estas celebraciones, la zorra presumía de cómo con su fino olfato, su oído y su vista no había nada ni nadie que fuera capaz de esconderse tan sutilmente que ella no fuera capaz de encontrarle. Así fue paseando entre todos los asistentes a la fiesta, pavoneándose con su espléndida cola y retando, uno por uno, a todos sus vecinos para ver si alguno aceptaba su desafío.

Herido en su amor propio, el alcaraván, cuya presencia nadie había notado, dio un salto y se colocó en medio del círculo que formaba el festivo grupo. Acepto, dijo el pájaro: delante de todos los habitantes del bosque, yo te reto a que me encuentres después de que me haya escondido.

Ante reto tan interesante se formó una comisión para ver el premio que se otorgaría al ganador del lance: unos decían que, en el caso de que fuera la zorra la ganadora, se la obsequiaría con una corona de laurel y una gallina en pepitoria.

Otros decían que, si ganaba el alcaraván, sería obsequiado con una opípara comida de lagartija con caracoles. Como no se ponían de acuerdo, fue el alcaraván el que zanjó la disputa diciendo: amiga zorra; si tan lista te crees, yo te ofrezco un premio que no podrás rechazar: yo me escondo, y si me encuentras, tu premio será una buena comida de alcaraván gordo y fresco; allí donde me encuentres tú me comerás, pues después de encontrarme yo no podría sobrevivir con la vergüenza de haber sido descubierto.

El jurado se retiró para deliberar y llegaron a la conclusión de que, si ese era el deseo de los contendientes, ellos no tenían nada que decir. Acordaron que una vez que el pájaro se hubiera escondido ellos darían la señal para que se iniciara la competición. Para evitar que la zorra hiciera trampas y viera en qué dirección se escondía el alcaraván, la obligaron a entrar dentro de su zorrera y cubrieron la entrada con ramas de atrancaculos (escaramujo).

El alcaraván se escondió, y la zorra salió de su zorrera pensando ya en el banquete, a base de pájaro ingenuo, que le esperaba, y así se pavoneó moviendo la cola por delante de los asistentes.



Comenzada la búsqueda, la zorra, pues no tenía ninguna prisa, de vez en cuando hacía señas, mofándose del alcaraván, segura de su triunfo. Pero fueron pasando los minutos, y pasaron las horas. De la mañana pasaron a la tarde. La zorra ya no hacía ostentación alguna, sólo se afanaba en rastrear, escuchar, mirar en todas direcciones posibles... se subía encima de los majanos y las pequeñas dunas de arena para otear mejor. Los asistentes se aburrían de esperar y hasta la luz del día ya se desvanecía después de que el sol, tocando su ocaso, apagara su luz gigante. Entonces la zorra, siempre tan astuta y tramposa, pensó: el alcaraván, asustado, ha huido y yo puedo darme por ganadora de la competición. No comeré alcaraván, pero mi astucia quedará intacta. Entonces, fingiendo relamerse como si acabara de darse un banquete gritó ¡ALCARAVÁN COMÍ! Los asistentes no daban crédito a lo que acababan de oír, se miraban unos a otros y se decían ¡pobre alcaraván! Merece que guardemos un día de luto en su memoria… pero, en ese momento, el alcaraván estirando sus largas patas exclamó: ¡A OTRO TONTO PERO NO A MÍ!

La zorra, al oír esto, metió su rabo entre las patas y dicen que, avergonzada, todavía no ha parado de correr.

El pastor seguía pensando en el cuento cuando el pájaro alzó el vuelo delante del rebaño. ¡Ya está! Dijo el pastor, allí está el nido y hoy sí que encontraré los huevos. Vueltas y más vueltas, pero ni el nido, ni los huevos aparecían por ninguna parte. Entonces el pastor, como la zorra, pensó: el alcaraván no estaba en el nido y por eso nunca encontraré los huevos. Así que, abandonando la búsqueda dejó el reto para mejor ocasión, y siguió con el careo del rebaño.

Cuando, por haberse acabado el pasto, el rebaño abandonaba la zona, al retornar por el mismo lugar en el que, inútilmente, buscó el nido, el pastor se agachó para coger una peladilla y lanzarla a una oveja que se desmandaba. Cuál no sería su sorpresa cuando al abrir la mano para coger lo que pudo ser una piedra vio que lo que allí había eran dos huevos, los mismos que un rato antes no pudo encontrar. El pastor respetó el nido y aprendió lo difícil que es descubrir a este maestro del mimetismo.

A partir de aquel momento el pastor comprendió a aquéllos que creen que el alcaraván es, solamente, de costumbres crepusculares o nocturnas, por la dificultad de descubrirlo durante el día, pues si se mantiene pegado al terreno es muy difícil que el ojo humano lo descubra. Cierto es que en el crepúsculo es cuando más se le descubre por su inconfundible canto.

Así que amigo lector, si no vas al frente de un rebaño de ovejas y quieres observar de cerca al alcaraván, disfrázate de pequeño arbusto (el monte no les gusta) y ten paciencia, te lo dice… un pastor.

El mismo pastor de la historia.

Camporredondo, otoño de 2000



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