martes, 2 de julio de 2013

Nostalgia del pastor

A la memoria de dos jóvenes segadores a los que tanto quise y a los que tanto debo,
mis hermanos Alfredo y Adolfo
EPD

A UN VIEJO AMIGO

La primavera fue generosa en lluvias. El campo, ocre, luce espléndido en el término de Camporredondo. Bajo la protección que ofrece la extraordinaria cosecha de cereales, canta sin cesar la codorniz. El viento provoca pequeñas marejadillas sobre el mar dorado  de la espiga madura. Los segadores descolgaron, del “sobrao” de la casa, su bolsa para los “hocinos” (hoces) y con la afiladera dejan el filo digno de la mejor navaja barbera. El mes de julio comienza y no deben descuidarse: el verano será largo y  las tormentas pueden arruinar y dar al traste con la ilusión que este año el agricultor camporredondés tiene, al ver recompensado su esfuerzo con la cosecha que se muestra ante sí.

Entre las ocho y las nueve de la mañana, por la cañada de Carramambres aparece el burro aparejado con su albarda, sobre la que porta las aguaderas que, hoy, contienen algo más que agua. En sus senos, viaja el almuerzo para dos jóvenes segadores quienes, desde que el alba amaneció, se esfuerzan para recoger, en haces, el cereal fruto de su esfuerzo.

Al llegar al rastrojo el burro, con su carga, guiado por el motril, los segadores se dirigen a la “pobera” bajo cuya sombra darán buena cuenta de la sopa de ajo y los huevos fritos o lo que quiera que aquella mañana corresponda para reponer las fuerzas perdidas.

La “pobera”, esta vez, es la sombra de un frondoso almendro. Sus hojas brillan bajo los rayos del sol, de los que preserva a los jóvenes segadores. Bajo su sombra descansarán cada vez que deban afilar hocinos; bajo su sombra almorzarán y comerán y cuando, rendidos por el esfuerzo, sus párpados se cierren un rato a mediodía, allí estará el almendro desafiando a los hirientes rayos del sol.

Quizás fuera este mi primer encuentro contigo, Almendro de Carramambres. Allí estabas tú, junto a otros cuatro hermanos tuyos erguido, desafiante, fuerte y generoso en tu fruto. Allí estabas cuando yo fui creciendo y con otros niños acudía a recoger el fruto que tus dueños pudieran haberse dejado entre las cepas que te circundaban. Allí seguías tú, siempre orgulloso, cuando fui haciéndome hombre y, mientras mis ovejas pastaban, tú me cobijabas bajo tu potente sombra. Allí te recuerdo desnudándote de tu verde uniforme cuando un día primero de noviembre, Día de Todos los Santos, envuelto en mi manta pastoril, bajaba con mi rebaño por la cañada camino de casa. El día era frío y ventoso. La gente de mi pueblo se apresuraba por el camino del cementerio, después de visitar a sus seres queridos. Al llegar a tu altura, descubrí que te habías desprendido de tu hermoso vestido verde como si, a partir de ese momento, no quisieras privarnos de los rayos del sol, pues el invierno ya se oteaba a lo lejos.

Me acerqué a ti y allí estaba tu abundante y verde ropaje como alfombra que quisieras ofrecer a quien lo necesitara. Mis ovejas comenzaron a ingerir aquel apetitoso pasto y, poco a poco, hoja a hoja, fue desapareciendo aquel hermoso tapiz. Allí quedaste desnudo, pero fuerte, frente a las inclemencias de aquel invierno en la meseta castellana.

Éste es el último recuerdo que guardo de ti, Almendro de Carramambres. Después, mi camino se separó del tuyo. Yo dejé de disfrutar de tu protectora sombra, cambiando la alforja y la manta por otras herramientas que se ofrecían más prometedoras.

Tardé mucho en volver y, cuando lo hice, volví a recorrer los mismos caminos que, de joven, me llevaban hasta ti. Pero esta vez tuve que hacerlo a lomos de un burro de acero, de los que no sienten. A lo lejos te vi: tú ya no eras el mismo. Supe que habías sido abandonado; te imaginé luchando por mantenerte fuerte y sano, pero tus fuerzas irían debilitándose hasta que, un día, la sangre dejó de fluir por tus venas y tus ramas, cansadas, dejaron de florecer. Tuve que esperar a que los brazos de acero impulsadas por energías que matan segaran la cosecha de la misma finca de mis primeros recuerdos y, entonces, me acerqué hasta ti. Tuve que hacerlo sin pisar el mismo suelo que pisé cuando te encontré  por primera vez. Mis piernas, igual que te pasaba a ti con tus raíces, ya no soportaban el peso de mi cuerpo. Cuando llegué hasta ti, me di cuenta de tu soledad. ¿Por qué te habían abandonado? Los insectos devoraban tus entrañas. Sobre tus debilitados  brazos el trabajo de un ave había perforado hasta llegar a tu corazón y allí había anidado. Pero allí, erguido sobre tus carcomidas raíces que, cansadas de sostenerte, casi te habían condenado a caer abatido, estabas más bonito que nunca.

Rápidamente solicitamos permiso para que no sufrieras la humillación de verte derrumbado. Te limpiamos, expulsamos de tu cuerpo a todos los parásitos que se aprovechaban de tu indefensión y, como tu gran corazón aún latía, hoy campeas con orgullo aquí, en el parque dedicado a los niños que sigues soportando sobre tus poderosos brazos, a los que suben y bajan sin ningún miedo, pues sigues siendo fuerte como un… almendro.

Te conocí cuando niño y fui haciéndome mayor a tu sombra. Te abandoné y he vuelto y muchos, muchos años después de que yo vuelva a irme, aquí seguirás, en la plaza de nuestro pueblo, haciendo las delicias de nuevas generaciones…

ALMENDRO AMIGO



CAMPORREDONDO
Octubre de 2006
G. Busto García



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