A la memoria de dos jóvenes segadores a los que tanto quise y a los que tanto debo,
mis hermanos Alfredo y Adolfo
EPD
mis hermanos Alfredo y Adolfo
EPD
A UN VIEJO AMIGO
La primavera fue generosa en
lluvias. El campo, ocre, luce espléndido en el término de Camporredondo. Bajo
la protección que ofrece la extraordinaria cosecha de cereales, canta sin cesar
la codorniz. El viento provoca pequeñas marejadillas sobre el mar dorado de la espiga madura. Los segadores
descolgaron, del “sobrao” de la casa, su bolsa para los “hocinos” (hoces) y con
la afiladera dejan el filo digno de la mejor navaja barbera. El mes de julio comienza
y no deben descuidarse: el verano será largo y
las tormentas pueden arruinar y dar al traste con la ilusión que este
año el agricultor camporredondés tiene, al ver recompensado su esfuerzo con la
cosecha que se muestra ante sí.
Entre las ocho y las nueve de la
mañana, por la cañada de Carramambres aparece el burro aparejado con su
albarda, sobre la que porta las aguaderas que, hoy, contienen algo más que
agua. En sus senos, viaja el almuerzo para dos jóvenes segadores quienes, desde
que el alba amaneció, se esfuerzan para recoger, en haces, el cereal fruto de
su esfuerzo.
Al llegar al rastrojo el burro,
con su carga, guiado por el motril, los segadores se dirigen a la “pobera”
bajo cuya sombra darán buena cuenta de la sopa de ajo y los huevos fritos o lo
que quiera que aquella mañana corresponda para reponer las fuerzas perdidas.
La “pobera”, esta vez, es la
sombra de un frondoso almendro. Sus hojas brillan bajo los rayos del sol, de
los que preserva a los jóvenes segadores. Bajo su sombra descansarán cada vez
que deban afilar hocinos; bajo su sombra almorzarán y comerán y cuando,
rendidos por el esfuerzo, sus párpados se cierren un rato a mediodía, allí
estará el almendro desafiando a los hirientes rayos del sol.
Éste es el último recuerdo que
guardo de ti, Almendro de Carramambres. Después, mi camino se separó del tuyo.
Yo dejé de disfrutar de tu protectora sombra, cambiando la alforja y la manta
por otras herramientas que se ofrecían más prometedoras.
Tardé mucho en volver y, cuando
lo hice, volví a recorrer los mismos caminos que, de joven, me llevaban hasta
ti. Pero esta vez tuve que hacerlo a lomos de un burro de acero, de los que no
sienten. A lo lejos te vi: tú ya no eras el mismo. Supe que habías sido abandonado;
te imaginé luchando por mantenerte fuerte y sano, pero tus fuerzas irían
debilitándose hasta que, un día, la sangre dejó de fluir por tus venas y tus
ramas, cansadas, dejaron de florecer. Tuve que esperar a que los brazos de
acero impulsadas por energías que matan segaran la cosecha de la misma finca de
mis primeros recuerdos y, entonces, me acerqué hasta ti. Tuve que hacerlo sin
pisar el mismo suelo que pisé cuando te encontré por primera vez. Mis piernas, igual que te
pasaba a ti con tus raíces, ya no soportaban el peso de mi cuerpo. Cuando
llegué hasta ti, me di cuenta de tu soledad. ¿Por qué te habían abandonado? Los
insectos devoraban tus entrañas. Sobre tus debilitados brazos el trabajo de un ave había perforado
hasta llegar a tu corazón y allí había anidado. Pero allí, erguido sobre tus
carcomidas raíces que, cansadas de sostenerte, casi te habían condenado a caer
abatido, estabas más bonito que nunca.
Rápidamente solicitamos permiso
para que no sufrieras la humillación de verte derrumbado. Te limpiamos,
expulsamos de tu cuerpo a todos los parásitos que se aprovechaban de tu
indefensión y, como tu gran corazón aún latía, hoy campeas con orgullo aquí, en
el parque dedicado a los niños que sigues soportando sobre tus poderosos
brazos, a los que suben y bajan sin ningún miedo, pues sigues siendo fuerte
como un… almendro.
ALMENDRO AMIGO
CAMPORREDONDO
Octubre
de 2006
G.
Busto García
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