lunes, 19 de agosto de 2013

Hijos de la vida

Sirva la siguiente entrada como homenaje a todos los hombres y mujeres del mundo rural a los que tanto debemos porque sin ellos la vida hoy sería muy distinta, estoy convencido. Nuestro protagonista de hoy, os lo aseguro, a pesar de todas las calamidades recogidas, torpemente, por mí en este escrito, fue un hombre que irradiaba felicidad. Yo no recuerdo verle enfadado jamás, aunque creo que motivos tenía para ello. Debo decir que jamás le oí cantar, pero siempre recordaré su risa abierta y sincera.

Amigo ¿…? Quiero que sepas que nunca olvidaré la lección que de ti aprendí aquella mañana del mes de agosto sentados, tú y yo, en el banco de piedra bajo el alféizar de la ventana de la casa en que nací.

Sobre la primera mitad de mi sexto decenio andaba yo vagabundeando y, a veces, me preguntaba: después de lo vivido, visto y oído a lo largo de todos estos años ¿qué podrá sorprenderme acerca de las miserias de la vida?

La respuesta llegó un día de verano, estando yo en la puerta de casa disfrutando de la sombra que proyectaba en su parte norte.

Allí, sentado sobre el banco de piedra bajo el alféizar de la ventana, quizás añorando aquellas tertulias de otro tiempo en las que la televisión, ni siquiera la radio, habían conseguido aislarnos hasta casi sustituir la palabra nosotros por el actual yo. Tertulias en las que se hablaba de lo cotidiano con nuestro más entrañable lenguaje rural, directo al corazón, sin academicismos ni pasotismo... en fin, no quiero desviarme del tema. Decía que la respuesta llegó un día, como otro cualquiera, en que se acercó hasta el arrimadero de piedra un vecino, uno de tantos con los que me satisfacía enormemente conversar o, mejor dicho, a los que yo tanto disfrutaba escuchando (¡qué enciclopedias!) y comenzamos a charlar animadamente, por lo que enseguida surgió... ¿te acuerdas?... Yo que creí que, como decía al principio, nada o pocas cosas podían sorprenderme, pronto me di cuenta de que debía limitarme a atender.

La grabación se puso en marcha y la pantalla, sin más que cerrar los ojos, se iluminó y fueron apareciendo imágenes. Con las primeras, me di cuenta de que no existía relación entre el tamaño de la herramienta y su usuario. En la primera imagen, un niño aparece al lado de una cepa con su azadón en la mano. La criatura debe excavar la viña… ¡pero si casi no puede levantar el azadón! Pues no sólo tendrá que hacerlo, sino que tendrá que justificar el sueldo que le dan haciendo un determinado número de cepas al día. Y lo hizo, y quedó contratado para cuando hubiera de acorrillarse el majuelo. Y tuvo que cavar la pestaña en el cauce y el arroyo y, pasado el verano, sin esperar a que el suelo ablandara por la lluvia, tuvo que arrancar, a golpe de azadón, el panderillo y la mielga, también la gatuña y el quebrantarados en el rastrojo. Además, tendría la suerte de que nunca se quedaría en paro no, no..., si se quedaba sin trabajo pasaría a recoger piñotes, cogollos o ¡llámelos como usted quiera! para una vez conseguido llenar el carro, llevarlo a la capital para que pudieran encender la estufa de carbón o la calefacción central en el edificio común.

El viaje hasta la urbe sería de lo más cómodo y agradable: cargaría el carro por el día; a las doce de la noche unciría los burros y caminaría toda la noche (33 kilómetros tras el carro) para estar a primera hora de la mañana pregonando su mercancía por las calles de la ciudad.

Si no se vendía la carga tendría que pernoctar en la posada (posada El Olmo) con lo que las ganancias, cuasi, se quedaban allí.

Llegando a este punto se me ocurre una pregunta: ¿Ibas tú solo? ¡Nooo! ¡Iba con mi hermano que es un poco mayor que yo! ¡Ah, ya! eso cambia mucho las cosas, porque la misma injusticia se multiplicaba por dos.

Siguió: en la pantalla ahora aparece un niño con un capón hermoso acomodado en una cesta. Va camino de un pueblo cercano. Su madre cebó el pollo con las espigas que pudo recoger espigando por los rastrojos en el verano. Por eso, cuando llegó la Navidad estaba que hubiera dado gusto verlo borboteando sobre la placa de la lumbre pero... ¡no! el gallo se crió porque con el dinero que valiera podrían comprarse cosas de especial necesidad. Esto se entiende enseguida: el comer un pollo no era cosa de primera necesidad dentro de la familia. La familia podía arreglarse con unas sopas de ajo o unas patatas cocidas con agua sin más ingredientes, por aquello del colesterol.

Bueno, pues el niño, dejando sus pisadas marcadas en la nieve, siguió su camino y, cuando llegó a su destino, apenas podía sostener la cesta en su mano: llegó arrecido.

Llamó a la puerta de la compradora; cuando aquella señora lo vio no daba crédito a sus ojos (también era madre). Cogió la cesta con el pollo y al niño y los hizo entrar al calor del hogar.

Cuando se hubieron calentado, la señora tomó la cesta con el pollo y se lo dio al niño que, al ver la acción de la señora, se asustó: no señora, que mi madre necesita el dinero; no te preocupes hijo, el dinero también te lo voy a dar. Toma y le dices a tu madre que el pollo es para que lo comáis vosotros.

En la pantalla aparece una imagen borrosa y no se aprecia lo que fue del destino del capón. Queremos suponer que sirvió para animar un buen guiso de Nochebuena.

Cuando el niño vuelve a la pantalla ya es un hombrecito. De su hombro cuelga la bolsa de los hocinos y el palo de atar. Se encuentra, con otros segadores, en el centro de la plaza de un pueblo de los que llaman “Tierra Segovia”. Un señor se acerca hasta ellos, se conocen de otros años y, tras un tira y afloja, el trato queda cerrado; segarán toda la cebada que el “amo” tiene, a cambio de dinero más la comida y el alojamiento, que correrán a cargo del terrateniente.

Como el grupo de segadores ya conoce el refugio -porque es el mismo de años anteriores-, hacia él se dirigen. Al abrir la puerta, los viejos inquilinos -aunque tal vez son viejos conocidos- huyen en todas direcciones. En un momento, las ratas desaparecen y los segadores acondicionan su ropa dejándola colgada con unos atillos sobre las vigas del viejo pajar. Allí compartirán colchón y almohada con tan agradable compañía. Allí, sobre el colchón “anatómico” que forma la paja, descansarán cuando vuelvan rendidos por el duro esfuerzo que representa la siega desde el amanecer hasta que anochece. Allí se repondrán de algunas de las infecciones propias de la estación, y también cambiarán las vendas (hechas con jirones de sábanas viejas) sobre la herida infestada. Hasta allí les llegará la noticia del hundimiento, en una noche de tormenta, de otro “cómodo dormitorio” próximo al suyo, en el que una viga alivió de todas las fatigas humanas a un desconocido y cercano compañero.

Da un paso atrás la película de la vida de nuestro protagonista y nos le muestra encorvado sobre un campo sembrado de achicorias arrancando las malas hierbas, o reventando terrones con el mazo, el cual apenas podía levantar del suelo para asestar el golpe…

Sorprendido porque no veo pasar la película por delante de una escuela pregunto: ¿nunca ibas a la escuela? Sí, fue la respuesta, cuando llovía o nevaba y, sobretodo, cuando no había nada que hacer.

Cuando son las dos de la tarde, y nos llamaban para comer, le pregunté: ¿cuánto ganabas segando? ¿Por qué no echas un cálculo? me dijo. Yo, que creí que conocía algo de este mundo, calculé y calculé muy mal. Él se echó a reír y, como si estuviera meditando, me espetó: escucha… cuarenta días segando, desde que amanecía hasta que anochecía, por 500 pesetas. Al ponerse de pie, para despedirnos, me dijo algo que jamás podré olvidar: “Gaude, los pobres no teníamos que tener hijos”. Sólo pude contestarle: ¡no digas eso! ¡Los hijos, de los pobres y de los ricos, todos, son hijos de la vida!

Yo esperaba, quizás otro día, aunque fuera de otro verano, seguir escuchando sobre el banco de piedra, bajo el alféizar de la ventana en la parte norte de la casa en que nací, la voz del niño que nunca pudo jugar, la del joven cuya juventud transcurrió entre montes, carreteras polvorientas y pajares–dormitorio... pero no pudo ser. Un día, por la mañana, las campanas de su pueblo, y el mío... ora La Seca, ora La Verde… lloraron por la muerte de un hombre bueno. Un hombre que se fue sin saber que los hijos de aquellas semillas son los que el mundo necesita.
D.E.P.
Camporredondo, verano de 2006
Palabras en desuso usadas en este escrito
Arrimadero.-Todo aquello que pueda arrimarse a algún sitio. Se decía del banco de piedra arrimado a la pared de la casa, que se usaba para sentarse.
Cuasi.- Palabra en desuso, equivalente a casi, por poco. “Tropecé y cuasi (casi) me caí”. 
Pestaña.- Franja de terreno que por su proximidad al cauce o el Arroyo quedaba sin arar. Esta franja solía labrarse con el azadón.

Las siguientes palabras las encontrará en el diccionario de Camporredondo en esta misma pizarra.
Acorrillar, alféizar, arrecido, atillo, azadón, capón, carro, cebar, cepa, cogollo, excavar, gatuña, hocino, mazo, mielga, palo de atar, pajar, panderillo,  piñote, quebrantarado, terrón.                          

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