martes, 27 de agosto de 2013

Las espigadoras y el pastor

Buscando ilustración para el pasaje de hoy, encontré “entredosamores.es” del Campo de Criptana y, allí mismo, junto a una fantástica fotografía de espigadoras en plena faena, su autor había incluido -de la zarzuela “La rosa del azafrán”- la canción “La espigadora” del maestro Guerrero.
Muy complacido, al tiempo que repasaba mi humilde escrito, escuchaba el fragmento de la zarzuela. Sentí, en ese momento, una sensación extraña en mis ojos y sorprendido me pregunté: ¿qué es lo que pasa?
Dos gotas de agua, atraídas por la fuerza de la gravedad, serpenteaban por las asurcadas mejillas del pastor.
Así os lo digo, porque así ha sido
¡Qué le voy a hacer!


Los tiempos son difíciles, hay poco y tenemos que aprovechar mucho, el abono químico todavía no está al alcance de todos los agricultores, el orgánico se emplea para el regadío, los métodos de cultivo andan un poco atrasados, la producción es escasa y la necesidad mucha. Los abundantes rebaños, para producir necesitan pasto y en verano el que se pone al alcance de las ovejas es el del rastrojo. Los segadores están obligados a recoger todo lo que la escasa cosecha ha dado de sí y para ello procuran que las espigas no escapen de su mano.

El joven pastor lucha para que sus ovejas llenen el bazaco, pero es muy difícil. Desde que el segador comenzó a segar y recoger en haces los primeros cereales, trata de averiguar si se preparan los carros con los palos de acarreo o el armaje y pregunta -allí donde puede encontrar información- cuándo alguien comenzará sus labores en la era y se ofrece para alcanzar con el horcón los haces hasta el carro con tal de tener un rastrojo para sus ovejas.

Por fin llega el día. Antes de amanecer, el cante de la rueda (el traqueteo de las ruedas del carro) se deja oír por los baches de las irregulares calles del pueblo. El pastor lo oye y se pone en marcha tras la estela del carro esperando adelantarse a los posibles competidores por el careo. Pero son muchos. Aún no ha descartado la posibilidad de que haya más rebaños que el suyo tras el carro, cuando un grupo de personas se acerca por el camino de los valles y, antes de que las ovejas puedan entrar al rastrojo, el grupo se sitúa tras el “vehículo” recogedor de haces y, deshaciendo los hatillos, sacan sus morralas.

En el instante en que el haz es levantado, las pocas espigas que han quedado en el suelo son recogidas por las hábiles manos de la espigadora. Las posibilidades de que una espiga quede en tierra son mínimas, el grupo de espigadoras se colocarán en formación de ataque y en pocas idas y venidas dejarán el rastrojo -para desazón del pastor- con poco más que la -poco nutritiva- paja. Una por una, con las espigas que recogen van formando manadas (moragas) y, separándolas de la paja con la tijera, van llenando la morrala. De nada le sirven al pastor sus reflexiones de que él paga unos derechos por los pastos y que, por tanto, le pertenecen para sus ovejas. Es la lucha por la subsistencia: el pastor defiende el pasto para sus ovejas porque de ello depende la economía familiar y por eso paga unos derechos que ahora le son usurpados por otro derecho, no menos legítimo, como es el derecho a la alimentación de las personas. De las espigas que la espigadora recoja en el verano dependerá que haya un huevo frito sobre la mesa a la hora de comer; es el pienso para sus gallinas. De las espigas que recoja la espigadora, unido a las patatas menudas -las marraneras (se aprovechaba hasta la más insignificante)- también dependerá que en la cochinera pueda ir engordando el marrano, para, cuando llegue San Martín, poder hacer la matanza con la que ir capeando los inviernos interminables y las temporadas de mayor esfuerzo en el campo.

La matanza era la mayor y mejor de las soluciones familiares. De ahí que la familia que conseguía hacerla tenía cubierta una buena parte de las necesidades básicas: la sangre se aprovechaba para hacer morcillas y del resultado de cocerlas se conseguía el grasiento calducho para hacer sopas; de las mantecas se sacaba el chicharrón para merendar durante muchas tardes; del tocino bajo se conseguía el torrezno para el almuerzo o merienda en el campo; los huesos para durante una temporada tener sustancia en el cocido; el tocino más alto para añadirle grasa al cocido y después untar el pan; el chorizo sabadeño para reforzar el cocido; la longaniza para alguna merienda especial y las tajadas de chorizo o lomo, conservadas entre la manteca derretida, para las faenas más duras del verano.

He querido introducir esta parte sobre la matanza, para que nos demos cuenta de lo que la espigadora defendía al reclamar para ella el derecho que el pastor tenía sobre el rastrojo como pasto para sus ovejas. El hambre no entiende de leyes; el pastor cree que la ley está de su parte porque paga por los pastos, y la espigadora defiende su derecho a la vida, ¿de parte de quién estaba la justicia? ¡Es imposible repartir lo que no hay! Mientras un ser humano tenga hambre no puede hablarse de justicia y ahora estamos hablando de repartir -con justicia- la miseria que queda en el rastrojo. Cuando la espigadora recoja las escasas espigas, las ovejas comerán la paja y nadie quedará satisfecho, pero todos tendrán que conformarse.

La espigadora, por si era poco el esfuerzo de recoger espigas del suelo, poco a poco iba llenando la morrala que colgaba de su cintura, con lo que el esfuerzo era aún mayor por tener que colgar el peso sobre su espalda. Así, espiga a espiga, conseguía llenar la morrala y, morrala a morrala, llenaba la talega. Con el sol implacable sobre su cuerpo, la espigadora cargaba la talega sobre su cabeza y por carriles, campo a través, o caminos de tierra, regresaba al hogar donde la esperaba la segunda fase de la tarea que comenzó cuando aún no había amanecido.

Cuando la espigadora llegaba a casa ya tenía el lugar elegido donde vaciar la talega; generalmente a la puerta de su casa, o quizás en la era, tendía el fruto de su esforzada mañana para que mientras ella hacía lo que llamaban sus labores, el sol se encargara de calentar la espiga. Cuando creía que ya desgranaría bien, con un palo o una horca, a base de golpes desgranaba las espigas. Si a continuación hacía un poco de aire, con sus manos levantaba el grano para que el viento se llevara las aristas, pero, si no hacía aire, con la criba y paciencia conseguiría ensacar unos puñados de grano para unirlos con los de ayer y así, como hormiga humana, grano a grano conseguía mantener a raya a la fiera que se mantenía expectante para, al menor descuido, lanzarse sobre la familia: el hambre se paseaba, con plena libertad, por las calles del pueblo, dispuesto a colarse por cualquier rendija que encontrara sobre la desvencijada puerta de la casa.

La espigadora y el pastor: dos competidores por la miseria que quedaba sobre el rastrojo. Cuando hoy recuerdan aquellos tiempos, los dos comprenden la situación del otro, porque los dos luchaban contra un enemigo común. 

Camporredondo, 4 de diciembre de 2009


Palabras de uso poco corriente usadas en este escrito

Chorizo sabadeño.- este chorizo es el que se hacía con la sangre cocida, la asadura y las partes sanguinolentas de la carne del cerdo –las que no valían para el chorizo normal- . Se añadía al cocido –no todos los días, de ahí el nombre de sabadeño- y lo de negro era por su color oscuro.

Patata marranera.- En otro tiempo los calibres de las patatas eran tres: gordas o de consumo humano; sembraderas que eran las de calibre medio y todas las demás que se llamaban marraneras porque con ellas se cebaba al marrano.

Las palabras: arista, armaje, bazaco, calducho, careo, chicharrón, espigadora, haz, horca, horcón, matanza, moraga, morrala, rastrojo, rendija, talega, torrezno… y otras las encontrará en el diccionario de Camporredondo en esta misma pizarra.

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