sábado, 20 de abril de 2013

¿Progreso?

Cuando decidí contar este episodio en la vida del joven pastor algo se removió en mi interior al ver que,  de todas las cosas que yo podía contar no era capaz de ilustrarlas con fotografías porque era imposible ¡habían desaparecido! Por eso tuve que recurrir a internet, de donde he recopilado las fotos vivas que os ofrezco. Las otras, las actuales, juzgarlas vosotros. El pastor las conoció como lo cuento, sin quitar ni poner. El niño que lo cuenta contempló el campo vivo: con agua, con flores… pero sobre todo con vida… Las liebres abundaban, las perdices se veían en bandos, los topos de ribera (ratas de agua) se comían todo lo que el agricultor sembraba al borde de cauces y arroyos. Y cantaban los jilgueros sobre los chopos del camino de la ermita, y se oía y se veía la oropéndola… y croaban las ranas… y la gente no cogía cangrejos porque estaban hartos… y pezas llamábamos a los peces más grandes…  hasta el canto de los pájaros casi molestaba… en fin posible lector ¿Esto es progreso? Si tú quieres, sigue leyendo.

Los toperos

Un día del mes de septiembre del año 1956, es domingo; pero como la andorga de las ovejas no entiende de días festivos, el joven pastor cuelga de su hombro la alforja con la tortilla, la cubre con la manta, y con la cayada sobre su mano derecha, seguido por sus perros y el rebaño, enfila cañada de Carramambres arriba. Las ovejas beben agua en los bebederos que están a media cuesta, unos metros antes de las primeras bodegas, y sin ninguna prisa siguen por el camino de Los Valles hacia El Canalizo. Al llegar al majuelo que llaman “El Tinto,” el pastor se acerca para coger un racimo de uvas que por ese tiempo están en plena sazón. 

 Al cruzar un campo de remolachas que hay entre el rebaño y el majuelo, se desarrebuja la rabona y emprende veloz carrera en dirección a su perdedero natural: el pinar. El pastor, que lleva en la sangre el ramalazo venatorio, no puede reprimir el impulso de transformar la  cayada en escopeta y con ella apunta a la liebre. Cuando cree tenerla enfilada para el disparo no le queda otra opción que disparar con las cuerdas vocales… ¡pum, pum! Una vez efectuados los dos disparos bajó la cayada (la caña por un momento, así llamaba a la escopeta) y todo volvió a la normalidad. Como no sufrió ni un rasguño, el leporino siguió su carrera, y el pastor arrancó el racimo que fue jalándose a medida que el hatajo se acercaba a  La Senovilla por donde, un poco antes del mediodía, bajó en dirección a la vega, que era la ruta que había establecido, para el careo del rebaño hasta la hora de encerrar.

Cuando, después de lo de la liebre, los nervios del “cazador” iban atemperándose, al asomar por los testerales, un bando de igualones picoteaba sobre un rastrojo de trigo. Aquí el pastor se ahorró los dos cartuchos, limitándose a apuntar con la cayada tal vez esperando que, así como dicen que el diablo cargó una escoba, quizás el diablo, o Dios, uno de los dos hubiera cargado la cayada. ¿Por qué no?

Al asomar hacia la vega, sobre el arroyo de La Requijada, a la altura de las tierras del camino de El Caño, el pastor descubrió que dos hombres y un perro se afanaban por el cauce persiguiendo algo. No necesitaba que nadie le dijera quiénes eran y lo que hacían, porque eran muchas las veces que había guipado, desde su más tierna infancia, las alforjas de los toperos repletas de topos de ribera (ratas de agua). Esta vez la curiosidad hizo que se acercara hasta ellos para ver de cerca la caza del topo. Un saludo de buenos días fue suficiente para entablar una breve conversación sobre el oficio de topero.

Sobre la calidad de la carne de rata de agua el pastor no tenía nada que preguntar porque lo sabía desde que una vez, siendo muy niño, arreaba las ovejas cojas por los alrededores del pueblo: en un cauce próximo a la ermita, el zagalejo descubrió que un topo (rata de agua) se movía por su senda cerca del agua del caz. En esto que la rata se paró, semi-oculta entre el yerbajo, por lo que su pequeña silueta era medianamente visible. El pastorcillo no lo pensó dos veces y cogiendo una peladilla, la lanzó, a machote, en la dirección exacta en que se encontraba la rata que no tuvo tiempo de esquivar el disparo, quedando inmóvil para siempre.

Cogió su trofeo y, todo orgulloso, con él se presentó en casa. La madre no lo pensó dos veces y dijo: “mañana la echo en el cocido”. El hermano Adolfo que oyó esto le dijo a la madre; si se te ocurre echar eso en el cocido, cojo los garbanzos y los tiro al corral. Vista la reacción, dijo la madre; ¿pero tú crees que yo iba a echar el topo al puchero? ¡Ahora mismo la tiro! Esto tranquilizó los ánimos de todos y todo quedó tranquilo hasta que, al día siguiente, llegó la hora de comer. La madre trajo la sopa a la mesa y como ya nadie se acordaba del topo, pues todos se sorprendieron del sabor que tenía. ¡Vaya como está hoy el cocido! exclamaron cada uno de los comensales, es extraordinario el sabor que tiene. Se acabó la sopa y vinieron los gabrieles que tuvieron el mismo éxito. A todo esto la madre callaba y dejaba que comieran tan a gusto el sabroso cocido castellano.

Una vez terminada la comida, la madre, a modo de pregunta, dijo; ¿o sea que el cocido estaba bueno? ¡Como nunca! dijeron los comensales. Entonces entró la cocinera a la despensa y sacó el cuerpo de la rata cocido; esta es la culpable, les dijo. Mostró el cuerpo del roedor tan cocidito y ya nadie protestó. Sí que es verdad que tampoco ninguno fue capaz de comerla, pero fue este un cocido castellano que, si bien no volvió a repetirse, si que dejó un grato recuerdo, tanto, que al cabo de 58 años aún perdura en la memoria de uno de los comensales.

Después del saludo, el pastor se dedicó a observar de qué manera se arreglaban para dar caza al escurridizo roedor: sin más armas que una barra en forma de cayada, para ir pinchando aquí y allá para hacer salir a la rata, un azadón para cavar cuando se metía en la cueva, sus manos y el perro que cogía casi todas, las alforjas de aquellos toperos, que dijeron ser de La Pedraja de Portillo, fueron llenándose de ratas, pues era raro que la que delataba su presencia no pasara a colmar los senos de la alforja. Jamás había visto el joven pastor tanta facilidad para dar caza a un animal tan escurridizo, cogiéndolas con las manos sin ser mordidos.

Un rato estuvo el pastor observando la cacería de la rata, pero como las ovejas exigían su presencia hubo de separarse y seguir su vereda. Cuando por la tarde volvió a encontrarse con los toperos en el mismo arroyo, pero ya cerca de El Olmillo y la ermita, el pastor no pudo por menos que emitir un… ¡joder! ¿Qué es lo que habéis hecho?, pues las alforjas estaban a rebosar. Los cazadores de ratas le explicaron algo que él ya sabía: estos cauces están atestados de topos, le dijeron. Y es que era cierto, pues a lo largo de la pestaña, y en no menos de dos a tres metros, aquello que el agricultor sembraba era pasto de los roedores; les daba igual que fueran cereales, remolacha o patata, de todo comían, así que estaban gordas y saludables. De nada servía al agricultor defender su cosecha a base de cepos.

Bueno, preguntó el pastor; ¿pero qué hacéis con tantos topos? Pues una parte son para el consumo de casa y el resto se venden y representa una buena ayuda para la economía familiar. Tenían una clientela fija,  por lo que todos los domingos debían reponer las despensas de sus clientes que, según le dijeron al pastor, no era gente de bajo nivel económico. La rata de agua era muy apreciada en la cocina.

Bien entrada la tarde los toperos amarraron las alforjas en el soporte de sus respectivas bicicletas, encima de uno de los soportes subió el perro y emprendieron el camino de regreso al hogar en La Pedraja  de Portillo, o eso le dijeron.

REFLEXIÓN
Cuando pasados más de 50 años recorremos los mismos lugares que en aquel tiempo estaban llenos de vida, aunque parte de ésta fuera en forma de ratas de agua, no podemos por menos que pensar; dentro de otros 50 años… ¿Qué otras formas de vida habrán desaparecido? Desde entonces hasta hoy muchos de los cauces han desaparecido, los hemos borrado y seguimos borrando. Por ninguno de los pocos que quedan baja agua, los topos, como aquí llamábamos a las ratas de agua, ya hace rato que desaparecieron. La foto de la izquierda confirma lo que digo. Este era el arroyo de la vega entre El Olmillo y la ermita, en el que nuestros toperos llenaban sus alforjas de ratas de la agua. De aquel arroyo, otrora rebosante de agua y vida, hoy no quedan ni ratas, ni agua, ni arroyo. Aquí, en el pie de la foto, las mujeres de Camporredondo lavaban la ropa de la familia y aquí mismo había una hermosa pradera donde la tendían a secar. ¿Este camino lleva a alguna parte? En el plazo de cinco decenios, de estos cauces y arroyos han desaparecido los peces, las ranas, los cangrejos… (Canastas enteras de ellos se cogían y no se acababan) el carricerillo que criaba en ellos tampoco está, pero… ¡qué estoy diciendo si ya no hay ni arroyo! Otras cinco décadas y… ¿qué podrá contarnos el pastor? ¿Tampoco habrá pastor? ¿Seremos capaces de frenar, pensar y enderezar el rumbo? Al final de este camino está el precipicio. Un ejemplo: en aquel tiempo, (1950…), la vega de Camporredondo (la que se ve al fondo de la foto) se podía regar, y en buena parte se regaba, por inundación, sin más que atajar el arroyo. Hoy, años 2000, si queremos regar hay que buscar el agua a ocho metros de profundidad, y bajando. Si tenemos en cuenta que muy cerca de esta profundidad el terreno es impermeable ¿cuántos decenios nos quedan para poder regar? Y si no se riega… ¿podremos producir alimentos suficientes?

Este terreno seco y polvoriento que nos muestra la foto, en otro tiempo fue  un vado en el que vertían sus aguas el cauce de El Sotillo (nunca se secaba) y el arroyo de El Olmillo, en el  que lavaban la colada las mujeres de Camporredondo. Excepto el carril por donde vadeaban los carros y animales de carga, lo demás eran verdes berreras, plantas acuáticas, peces y numerosísimas ranas que al  atardecer llenaban el ambiente con su croar. En este mismo vado apresó el pastor la rana que le valió comerse las primeras exquisitas ancas.

Después de lo, poco, dicho ¿de verdad creemos que vamos progresando? ¿O nos estamos comiendo el presupuesto para todo el mes antes del día quince? Sinceramente creo que acabaremos recluidos en las cárceles de hormigón que, con el “progreso” vamos construyendo. ¡Qué lástima de manjarrias (colmenillas) que se criaban entre los chopos que jalonaban el borde de este que, en otro tiempo, fue arroyo!

Quisiera dar un paseo por la cañada de la ermita, contemplando el discurrir del agua cristalina del arroyo en un atardecer del mes de mayo, llevando al lado a mi amor y escuchando el canto del jilguero y la oropéndola mezclados con el croar de las ranas, pero…es imposible. Aquello, tristemente, sólo es un recuerdo que guarda  mí memoria.

Camporredondo, Noviembre de 2008


2 comentarios:

  1. Estupendas historias magníficamente contadas. Esperemos que de aquí a otros 58 años haya vida y alguien para seguir contándola.

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    1. Como diría mi abuelo, al paso que va la burra y el camino que ha tomado ¿crees que dentro de 58 años quedará algún nostálgico que quiera contar estas historias? De todas maneras, si quedara alguno, espero y deseo que sepa contarlas mejor que yo: son entrañables, al menos, yo así las veo.

      Un abrazo y ojalá que sigan gustándote.

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