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Alfonso Cuéllar resinando por el método Hugues |
Antes de que usted, amigo, le dedique un poco de su maravilloso tiempo a la lectura de EL RESINERO debe quedarle claro que éste no es el título de una obra literaria. Es, solamente, nuestra humilde forma de transcribir, para nuestros nietos, lo que fue un importante medio de vida en el mundo rural. Nuestra pretensión no es otra que el intentar perpetuar, siquiera a través del escrito, la memoria de unos seres humanos que, sin ahorrar esfuerzos, por terrenos inhóspitos y con temperaturas extremas, fueron capaces de aprovechar las posibilidades que la naturaleza ponía a su alcance.
Durante ocho meses y medio, el resinero, comenzando a veces su jornada a la luz de la hoguera, como me contaba el que fue resinero en tercera o cuarta generación Feliciano Esteban Cuéllar, y mientras la luz natural lo permitía, no tenía más hogar que el pinar, ni más compañeros de jornada laboral que los pinos y la (abundante entonces) fauna que, impasible, observaba de cerca todos sus movimientos, sabiendo que el resinero no era su enemigo sino un compañero más con el que compartir el medio natural en el que ambos se movían; unos porque allí tenían su hogar y otros el medio material para el sustento de su familia.
La normalidad existente entre los seres vivos del monte y el resinero queda patente en esta pequeña anécdota que quiero contar: Lucio Velasco (el tío Piluque) amigo de casa y padre de tres hijos resineros, nos contaba cómo, estando un día resinando, su hijo Manuel, vio cómo se le venía encima una paloma que, sin pararse a pedir permiso, se le metió por debajo de la camisa. El resinero, sin entender lo que pasaba, miró a su alrededor y vio que la paloma era perseguida por el halcón. La “zurita” buscó cobijo bajo la camisa del hombre y la rapaz despechada se quedó sin su almuerzo. Pasado el peligro, la paloma emprendió el vuelo seguramente, a su manera, estándole eternamente agradecida al resinero por haberle salvado la vida.
Mientras ellos lo hollaron, en el monte había vida. Cada primavera, aquel inmenso jardín se convertía en un mosaico multicolor, en el que podíamos asistir al concierto más natural con el que un ser humano pueda soñar. El sonido no era monoaural, tampoco estéreo, cuadrafónico ni digital, el sonido era simplemente natural. Como naturales eran los componentes de la orquesta que no necesitaban de la batuta del director. Aquella orquesta la dirigía el instinto natural, por eso sus componentes sabían que la noche nos invitaba al descanso para, cuando el nuevo día naciera, estar preparados para hacer, o restaurar, el hogar.
Mientras ellos lo hollaron, en el monte había vida. Cada primavera, aquel inmenso jardín se convertía en un mosaico multicolor, en el que podíamos asistir al concierto más natural con el que un ser humano pueda soñar. El sonido no era monoaural, tampoco estéreo, cuadrafónico ni digital, el sonido era simplemente natural. Como naturales eran los componentes de la orquesta que no necesitaban de la batuta del director. Aquella orquesta la dirigía el instinto natural, por eso sus componentes sabían que la noche nos invitaba al descanso para, cuando el nuevo día naciera, estar preparados para hacer, o restaurar, el hogar.
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Rebaño de ovejas pastando sobre la Cañada Leonesa Este en el Pinar de El Bosque (de grandes recuerdos para el comentarista) |
La tristeza nos embarga cuando hoy recorremos aquellos mismos lugares, de ensueño en otro tiempo. Hoy el monte está triste, sin vida, los hombres de nuestra historia no lo reconocerían. Hoy no sería posible que aquel pajarillo amigo, el escabechero, robase el pelo de su cabeza, al resinero, mientras éste dormía un rato la siesta. Ni que el pastor pudiera, siguiendo la senda entre el yerbajo de la Nava de Arriba contemplar, al final de la senda, a la perdiz incubando su nidada. ¿Por qué?, pues porque no hay pájaros en el monte, algunos charros (rabilargos) y poco más. He recorrido los mismos lugares por los que transitaba hace cincuenta años y siempre he vuelto triste, aquellos no son mis montes. Las imágenes que se grabaron en mi joven retina distan mucho de ser las que hoy puedo contemplar en directo.
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Monte Arenas: en primer término vinagrera; en grisáceo, guazo (calienta-
fandangos); en amarillo,
hiniestas en flor.
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La constancia de la gota, de miera, hizo posible que doce familias de un pequeño pueblo, mi pueblo, Camporredondo, pudieran cubrir sus necesidades básicas, en años en los que el hambre se había enseñoreado de nuestros pueblos y ciudades. ¡Que importante fue siempre el monte! calor y sustento nos proporcionaba, y que poco parece importarnos hoy cuando ya nos creemos ricos. El resinero, con su azuela, hacía pequeños cortes en el pino y éste, con sus lágrimas, llenaba el pote de resina que después se transformaba en productos para la industria y en alimento para la familia. Aquélla que parecía fuente inagotable de vida, y posibilidades para el desarrollo del ser humano, hoy está en peligro ¿El cambio climático? ¿La desaparición de la capa de ozono? Yo no sé si algún día llegaremos a saberlo. Lo cierto es que aquel mundo maravilloso que recibimos de nuestros abuelos lo hemos arruinado. Muchas de las plantas han desaparecido, apenas si hay habitantes en el pinar, los pinos no prosperan como en otro tiempo, y buena parte de ellos muere.
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El Rebollar. Los pinos se están secando ¿por qué? |
Nosotros, unos más y otros menos, hemos sido la ola que todo lo arrasa. Hemos querido ser más fuertes que la gota y caro pagamos nuestra prepotencia. ¿Adónde nos llevan nuestras autopistas? ¿Corriendo más, llegaremos antes? Sólo nos queda esperar que lleguemos a tiempo y, por paradójico que parezca, creo que para llegar a tiempo deberíamos frenar.
Grave es contemplar la imagen resultante de superponer lo que mis ojos captan hoy, sobre la que mi retina guarda de hace la friolera de cincuenta años. Pero es más grave que, desde hoy, no nos demos cuenta de lo que ocurre: conversaba yo, sobre el monte, con un joven guarda forestal y, desde su juventud, me comentaba lo bonito que estaba el pinar porque desde donde estábamos se observaban unas cuantas hiniestas floridas. Con tristeza pude observar que las nuevas generaciones les parece que esta es una situación idílica, motivo por el cual creemos que nada hay que hacer, porque nada hay en peligro. Nos ocurrirá como a la rana que no se dio cuenta de que el agua de la olla, en la que nadaba, se calentaba demasiado, hasta que cuando quiso reaccionar sus fuerzas estaban tan menguadas que le fue imposible ponerse a salvo.
Grave es contemplar la imagen resultante de superponer lo que mis ojos captan hoy, sobre la que mi retina guarda de hace la friolera de cincuenta años. Pero es más grave que, desde hoy, no nos demos cuenta de lo que ocurre: conversaba yo, sobre el monte, con un joven guarda forestal y, desde su juventud, me comentaba lo bonito que estaba el pinar porque desde donde estábamos se observaban unas cuantas hiniestas floridas. Con tristeza pude observar que las nuevas generaciones les parece que esta es una situación idílica, motivo por el cual creemos que nada hay que hacer, porque nada hay en peligro. Nos ocurrirá como a la rana que no se dio cuenta de que el agua de la olla, en la que nadaba, se calentaba demasiado, hasta que cuando quiso reaccionar sus fuerzas estaban tan menguadas que le fue imposible ponerse a salvo.
Desde esta, amplia, sexagenaria experiencia ¡SOS!
Este escrito fue inicialmente redactado en Camporredondo, durante el otoño de 2008