jueves, 28 de marzo de 2013

EL PASTOR Y LAS SOMBRAS

Los rebaños eran muchos y el espacio pequeño, por lo que el pasto nunca sobraba.

Rodeado de pinar existe un enclave de rastrojo, cuyo acceso, por el camino que une el pueblo con el careo está prohibido y al cual, por tanto, no han llegado las ovejas. El joven pastor piensa: ¿cómo llego hasta él? Su posibilidad, tan única como arriesgada, es: como el guarda forestal no madruga, ésa es mi ocasión; sólo debo madrugar, llego allí de noche, las ovejas carean y cuando el “enemigo” se ponga en pie, el hatajo ya estará de vuelta fuera del pinar. Dicho y hecho.

Madre; dice el pastor, a las tres de la mañana me despiertas que mañana el careo está lejos y tengo que estar allí antes de amanecer. 

A las tres horas y pocos minutos, a la pálida luz de la luna, una nube de polvo se observa por la cañada que llevará al rebaño hasta el rastrojo del enclave. Al frente del hatajo va un pequeño ser humano cuya estatura no rebasa en mucho la altura de las ovejas castellanas que conduce.


Cuando, pasada la cuesta, el camino torna a ponerse horizontal, un punto negro se observa sobre el suelo.

No se sorprende el pastor, y hacia el punto se dirige sólo con el ánimo de ver volar al pájaro. Son tantas veces las que ha visto volar al engañapastores (chotacabras), que sabe de sobra que el ave persigue a los insectos que las ovejas levantan a su paso, obligándoles a delatarse. Estos insectos forman parte de su alimento. Lejos queda aquella creencia de que el engañapastores buscaba la leche de las ovejas o las cabras de las que, se decía, mamaba.

El hatajo y su guía han entrado en el pinar. El miedo se apodera del pastor: la luna se encarga de transformar los inofensivos pinos y sus sombras en figuras fantasmagóricas que parecen animarse cuando él se acerca.

Con el miedo en el cuerpo el “hombre” sigue adelante hasta que… ¡ya no hay duda! en el fondo del camino unas sombras avanzan, inexorablemente, hacia el rebaño y no hay posibilidad de escapar. El pastor se coloca al costado del hatajo y deja que éste avance por el camino. Las aterradoras sombras van tomando forma; ahora dos enormes caballos, con sus jinetes, son los que se aproximan; quizás el bandolero Casto Gordo... ¿o será el Tio Musilas? Historias que tantas veces oyó contar, mientras se calentaba los pies sobre el fogón del hogar, cuando en los fríos inviernos los hombres jugaban su partida diaria de cartas y se bebían su envuelta de vino y gaseosa. Historias que protagonizaron los dos proscritos por los montes que patea ahora él con sus ovejas. Las piernas del pastor se niegan a sostener su leve peso. Por su mente pasa la película del carromatero que volvía de Tudela adonde había dejado su carga. En la cuesta que sube en dirección a Montemayor se encontró con un peatón que iba en su misma dirección y que le pidió un sitio en el carro, pues los dos se dirigían al mismo pueblo.
 
Por el camino, nuestro transportista le habló al pasajero de su miedo al bandolero Casto Gordo, pues, según sus últimas noticias, merodeaba por la zona en aquellas fechas. El “carrostopista” continuamente trataba de reconfortar el ánimo de nuestro hombre restando importancia a su injustificado miedo. Siguieron su camino y conversación, hasta que llegaron a la salida del Monte Bayón, desde donde ya se avistaba el pueblo. Fue entonces cuando el viajero, tendiendo la mano al conductor del carro para darle las gracias, preguntó: ¿ahora ya no tendrá usted miedo a Casto Gordo? ¡Hombre! Le respondió (ofendido) el carromatero ¡cómo voy a tener miedo, si ya casi estoy en el pueblo! Fue entonces cuando el pasajero se presentó diciendo: yo me quedo aquí, soy Casto Gordo y es aquí adonde venía.

El joven pastor busca tranquilidad para su ánimo. Casto Gordo no puede ser, se dice para sí mismo, porque le capturaron en La Fraila cuando un miembro de su cuadrilla lo delató y la guardia civil le apresó sin oponer resistencia.

Pero el miedo del pastor es tan grande que su mente no se detiene ni un momento; es ahora otra historia aterradora la que acudió para aumentar su zozobra: 



Un vendedor ambulante transita con su carro por el camino que une Montemayor con La Parrilla. Al llegar al Picón de la Arena le salió al paso un hombre a caballo. Tras un breve saludo el caballero pregunta: ¿adónde se dirige usted con el carro? Pues ya ve usted, vendiendo por los pueblos para sacar un dinerillo para la familia. ¡Pero hombre! siguió desde su cabalgadura, ¡con ese macho no puede llegar muy lejos! Ya ve usted, los tiempos están muy malos y hay que aguantar como se puede. Pare el carro, ordenó desde su caballo. El vendedor, asustado, paró el carro y esperó. El inesperado compañero de viaje se apeó de su caballo y sacando un arma ordenó: ¡Pegue usted un tiro al macho! El vendedor se deshacía en ruegos ¡no haga usted eso, este animal es el pan de mi familia! El caballero, enfadado le respondió: ¡si usted no pega un tiro al macho se lo pego yo a usted! Con lágrimas en los ojos al vendedor no le quedó otra opción que cumplir el capricho del caballero.

Cumplidas las ordenes de aquel personaje, (que a nuestro vendedor ya no le cabía duda de que estaba en presencia del bandolero), éste echó mano a sus alforjas y sacando de ellas una bolsa se la entregó al infeliz vendedor, que seguía llorando, y le ordenó: con esta bolsa se va usted a la primera feria que encuentre y se compra el mejor macho y carro que haya. Pero atienda lo que le digo: soy Musilas, y si la próxima vez que le vea no ha cumplido lo que acabo de decirle, cuéntese entre los muertos.

En éstas estaba la mente del pastor cuando… ¡buenos días hombre! ¡Anda que no madrugas! El pecho del pastor se infla; los segadores, que de Portillo se dirigen hacia Camporredondo donde están contratados para la siega, continúan el camino a lomo de sus garañones...
El pastor volvió a ponerse al frente de su rebaño para conducirle hasta el festín. 

Cuando deberían ser las nueve de la mañana, el “hombre” que conduce al grupo de animales no cabe en sí de satisfacción, la gazuza y la andorga de sus ovejas habían sido saciadas con creces y, sin ningún peligro, poco a poco se dirigen, por el páramo y la ladera, hacia el bodón de la era. Allí saciarán su sed los animales y de allí al corral, donde el pastor enjutará sus ubres para llenar el herradón. 

Cuando el pastor y su, ahíto, rebaño llegan a la era, los últimos carros cargados de haces están distribuyendo la mies atada, por el círculo que forma la parva. Las mujeres y los más jóvenes se afanan, liberando los haces de los atillos para, con la horca de dos dientes, deshacer las manadas que los segadores complicaron con su revuelta para darle mayor capacidad. Una bandada de jilgueros alza el vuelo, y las asustadas ranas se refugian en el fondo cuando las sedientas ovejas se acercan al bodón. 

La luz del alba fue obligando a recluirse en sus guaridas a las aterradoras sombras que, despechadas, quizás mañana esperen al joven pastor en alguna otra dirección pues… la vida no se detiene.

Después del ordeño aún tendrá tiempo para ayudar en las tareas de la era mientras los gabrieles borbotean sobre la placa de la cocina económica.

Camporredondo, Otoño de 2007

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