La raedera
Atrás quedó el verano. El otoño avanza, las noches son más largas, la fuerza de los rayos del sol cede y el flujo de la savia se interrumpe. La hojalata ya no aporta ni una sola gota de miera al pote. En las horas centrales de algunos días la alegría del sol aún provoca que el pino exude pequeñas gotas de trementina que, antes de llegar a la hojalata, solidifican y quedan adheridas a la entalladura.
El resinero limpió y, debidamente enfundada, guardó su azuela hasta el año próximo, la temporada toca a su fin. Recogida la última remasa, la siguiente tarea que le espera es raer y a esta tarea se entrega, en los primeros días de Noviembre, el resinero.
En los cestos ya no viaja el barrasco, ni la garrancha, ni la media luna o el mazo, tampoco la azuela. Lo que ahora usa el resinero es una herramienta parecida al barrasco, sólo se diferencia en su tamaño (es un poco más pequeña): es la raedera.
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El resinero rae y la resina es recogida en el paraguas |
Siempre he pensado –aunque nunca lo pregunté- que el resinero al terminar la temporada debe sentirse un poco triste. Fueron muchas horas las que pasó en el pinar, los pinos fueron testigos mudos de muchas horas de fatigas, de sol implacable, de tormentas amenazadoras, de esfuerzos agotadores caminando sobre suelos movedizos y también fueron muchas las cosas que aprendió en el pinar.
Quiero recordar cómo una vez el resinero, que sabía casi todo sobre el monte, pudo salvar la vida a varios hombres del pueblo que trabajaban en la repoblación forestal.
El lugar fue el pinar negral a la altura de El Sotillo de Abajo, cercano al cementerio. La tragedia ocurrió el día 20 de Septiembre de 1956. Un grupo hombres trabajaban haciendo zanjas para sembrar pinos con los que reponer los que se habían talado, o secado, en la zona. Quizás fueran las cuatro o las cinco de la tarde. A esta hora se desató una tormenta de las que aquí llamamos de la fábrica ‘l macho –por ser esta zona, sur-suroeste, por la que aparecían las tormentas más fuertes-, con gran aparato eléctrico. Yo tenía 14 años y venía de sacar arena con el burro y los serones del pozo de El Esnerigado. Cuando llegábamos (mi madre también venía, pues había estado cogiendo alubias) a la altura de la báscula de Monzón –en la entrada del pueblo- un enorme relámpago seguido del instantáneo trueno nos asustó. Acto seguido, sobre El Sotillo de Abajo unos hombres gritaban.
Un poco más adelante, Amparo Criado salió corriendo a la calle cuando nosotros llegábamos a su altura y nos dijo: un rayo ha matado a uno de los trabajadores del pinar (lo había visto desde el piso alto de su casa). Todavía no sabíamos a quién.
Cuando llegábamos a casa, el señor Eugenio bajaba llorando: un rayo había electrocutado a su hijo Eleuterio.
Cómo ocurrió: cuando la tormenta se desató y comenzaba a llover, los trabajadores buscaron el pino más frondoso y bajo su copa fueron a refugiarse. Al llegar bajo él, Jacinto, el resinero, que formaba parte del grupo, miró el entorno y dijo a los demás compañeros: “no me gusta la situación de este pino, vamos a aquel otro” (indicando a otro pino que estaba en la hondonada). Todos siguieron el consejo del resinero, excepto Eleuterio que, ignoro por qué causa, siguió donde estaba. Fue cuestión de pocos segundos, pues aún no se habían cobijado bajo la copa del pino que Jacinto señaló, cuando una nueva exhalación fue a caer sobre el pino que resguardaba a Eleuterio de la lluvia, dejando a una familia sin hijo, esposo y padre.
Aquella misma exhalación pudo haber multiplicado por varios los fallecidos de no haber mediado la sabiduría del hombre del monte, del resinero.
Decía que al final de la temporada el resinero debía sentirse triste, por tener que abandonar – durante unos meses- al amigo que además de cobijarle bajo su sombra, le proporcionaba fuego para el hogar y sustento para su familia.
Sólo me queda decirte resinero: tú y yo, tenemos un amigo común, EL PINO.
Camporredondo, otoño de
2006
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